martes, 12 de octubre de 2010

ZOZOBRA Y AMOR








Zozobra.

Es la palabra que mejor me resume cuando recuerdo las lejanas tardes en que, por fin, me decidí a leer “el Frankenstein” de Mary Shelley. Y digo por fin no porque yo fuese una mala lectora, más bien lo contrario, lo cual tampoco implica ningún mérito especial, si pensamos en las circunstancias de mi niñez: nací y crecí en Asturias, donde la lluvia y la bruma y el frío nos obligaban a vivir semi-recluidos, en un tiempo en que la televisión apenas existía. De modo que los libros pronto sustituyeron a los juguetes –escasos- y a los juegos –también limitados, y tan repetitivos como las canciones que los acompañaban. En cambio, los libros eran otra cosa. Los libros eran la aventura, casi la única posible a esa edad en que aún no podíamos salir al mundo a “vivir aventuras”. Pero, aunque fuesen otros quienes las viviesen –los protagonistas de los libros-, necesitábamos saber de los sucesos extraordinarios para alimentar nuestra imaginación y nuestra esperanza: algún día, yo también…, soñábamos. Y aquí podríamos poner los nombres de nuestros héroes o de nuestras heroínas.

Leer era la verdadera aventura, aunque ésta no fuese real. Y leer, al mismo tiempo, suponía aventurarse: embarcarse en una travesía de rumbo incierto, llena de incógnitas y enigmas, que nos llevaría lejos, muy lejos de nuestro lugar y de nosotros mismos. Leer era emprender un viaje hacia lo desconocido: un viaje sin mapa y sin padres ni hermanos mayores que nos acompañasen, y quizá por eso, un viaje que, si no peligros, sí nos traería sobresaltos y sorpresas.

Acostumbrada a que la lectura fuese aventura en el sentido que acabo de explicar, ¿cómo aceptar “el Frankenstein”?



Con la novela de Mary Shelley ocurría lo que sucede con muchos de los libros clásicos: que ya sabemos “de qué van”. Han sido las lecturas de nuestros mayores: hemos oído hablar de ellas, hemos visto dibujos o ilustraciones e incluso películas, como en este caso. De modo que las obras clásicas no eran un desafío o un misterio absolutos. En nuestras cabecitas, había ideas, imágenes y cosas sueltas, sacadas de todo eso que habíamos visto u oído contar. Cierta curiosidad estaba ya previamente satisfecha. Por eso, a veces, sobre todo si tenemos al alcance otros títulos que nos parecen más “nuevos” porque de ellos no sabemos nada de nada, en nuestro orden de lectura no les damos prioridad a esos clásicos “de todas las vidas”: porque no nos llegan “a solas”, y porque creemos que la intriga o el interrogante que encierran no serán totales. Por supuesto, nos equivocamos al suponerlo así, pero no hay que dramatizar por ello: esa actitud es explicable y hasta cierto punto lógica, porque eso no lo sabemos antes de ponernos a leer: lo averiguamos después, cuando, a lo largo de esas páginas que ya creíamos conocer, vamos descubriendo un buen puñado de misterios y secretos tan insospechados como sorprendentes.

En el caso de Frankenstein, además de este lastre general que afecta a todos los clásicos, pesaba también otro elemento: el libro iba de monstruos y pensábamos que no habría en él héroes a los que quisiéramos imitar o aproximarnos para viajar con ellos. Además, del miedo siempre tenemos miedo a que nos dé más miedo, más del que deseamos o necesitamos para espantar el miedo que nosotros mismos llevamos muy adentro.

Por eso escribí antes que “por fin” hubo un día en que me decidí a leer “el Frankenstein”, y que si hay una palabra capaz de resumir aquella experiencia, esa palabra es zozobra. Después, al acabar la lectura, se añadió otra: Amor.



Empecé a leer en ese estado de ánimo intranquilo e inquieto del que teme algo, pero enseguida desapareció el temor. Desapareció con rapidez y naturalidad, aunque a lo largo de esas páginas volvieran a menudo la agitación y los sobresaltos, pero éstos llegaban ya arropados por los sentimientos y las emociones y las aventuras de unos personajes que en verdad sí eran nuevos y sorprendentes. Fueron estas vidas las que me hicieron desaparecer a mí de allí. Me olvidé de mí misma y en ese olvido se disiparon mis temores, que fueron devorados por la Sorpresa. Y escribo la palabra en mayúsculas para sugerir su magnitud, pues no acababan nunca las sorpresas, encadenadas como llegaban, unas destrás de otras, imparables.

Me olvidé de mí entonces, pero jamás me he olvidado de mí aquellas tardes en que leía Frankenstein y viajaba de verdad, porque Mary Shelley me había embarcado en una travesía repleta de seducciones: desde el viaje inicial, con todos los peligros que implica el navegar por mares lejanos a la pesca de la ballena en ese fantástico escenario de icebergs y hombres cercados por el hielo y la nieve, a las adversidades y obstáculos que se van sucediendo en los otros viajes, que siempre son un elemento de intriga, de aplazamiento o suspensión de un enigma que sólo se revela con la llegada, ese punto final que es el desenlace pero también la satisfacción de la misión cumplida.



Hay mucha agitación en estas páginas que narran las peripecias de unos hombres que viajan a la búsqueda de algo extraordinario o también para huir de algo, pero hay asimismo en el libro espacio para el placer que proporcionan los momentos de calma, cuando acompañamos a los personajes en sus paseos a pie por la Naturaleza, contemplando con ellos hermosos paisajes, o deambulamos por las calles de una ciudad, donde vemos o encontramos a los desconocidos.

Mas el viaje no acaba aquí, pues a esta peripecia exterior Mary Shelley le añade otra, un viaje estrictamente interior: el que emprende Víctor en busca del conocimiento último que dé respuesta a su interrogación sobre el misterio de la vida y de la muerte. La seducción de la ciencia arrastra al héroe a un viaje tan arriesgado como los otros, lleno de incertidumbres y de asombro, iluminado por una luz brillante y prodigiosa, que lo arrastra hasta el límite de los terrenos prohibidos: acercarse a Dios para arrancarle su secreto y jugar con ese fuego, examinar y estudiar las causas de la vida y de la muerte, los dos polos entre los que se encierran todas las pasiones del hombre, como una fiebre altísima que hace subir la temperatura de estas páginas, por lo tenebrosas que son algunas de estas pasiones. Hay en Frankenstein desesperación, remordimiento, odio, rabia, abominación, furia, desprecio, miedo… Y nos sentimos sacudidos y agitados por ellos, pero por encima de todos esos sentimientos vemos que siempre predomina el amor. Frankenstein es un libro repleto de amor. Hay en él historias de amor entre un hombre y una mujer y también vemos el amor entre amigos y hermanos, entre padres e hijos, entre señores y criados. Y sobre todo, vemos lo terrible que es vivir desposeído de ese sentimiento. No, el monstruo no nos inspira terror sino piedad. Y lo amamos porque sentimos su dolor: el de un ser que clama por el amor que todos le niegan, incluso su propio padre, quien lo creó y le dio la vida. ¿Puede haber criatura más desgraciada?

Y decidimos amar al pobre monstruo, leyendo y recordando sus desventuras. Y dándolas a leer a los demás.

12 comentarios:

  1. Creo que los lectores tenemos esta afición/adicción para poder escapar, viajar como tú dices, transitar otros caminos, conocer otras gentes, descubrir.
    Cuando leí Frankenstein tenía como 15 años y habían hecho ya todas las versiones posibles en cine (bueno, quizás se inventan otra más). Pero recuerdo que agarré el libro con cierto terror y lo leí de noche, como para sentirme más gótica. Cuando lo terminé, también sentí ese amor hacia el monstruo y cierto desprecio por Víctor. Creo que M. Shelley fue visionaria, como muchos en su época, de que además de la razón, el progreso también podría crear monstruos...
    Un abrazo

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  2. Piedad y admiración, porque además de ser un ser prometeico, que se ve abocado a la rebelión más dramática, es el héroe solitario que, sin pretenderlo, convierte su existencia en una lucha contra la maldad. Su naturaleza no es humana y por eso rebosa amor. Su naturaleza es paradójica, porque proviene de la muerte. Su aspecto, la apariencia, le hace monstruoso a los ojos de los hombres, que viéndose a si mismos como tales, revelan su esencia hipócrita, malvada, pues ellos, convertidos en la masa, en la colectividad, representan al auténtico monstruo.

    También dentro de Víctor se produce un drama potente, pero desde una visión de 2010, Victor podría representar el fracaso del cientismo: la ciencia como religión, como la solución a todos los males y problemas del mundo. Y no...

    Ana, gran entrada, que como no podia ser de otra manera (por el tema que nos ofreces) está escrita con un sentido lírico que me ha gustado mucho. Me ha hecho recordar la hermosa película "El espíritu de la Colmena" de Víctor Erice . La voy a volver a ver

    ¡Salud!

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  3. Yo creo que aún era algo más niña cuando lo leí por vez primera, Ataúlfa. El texto procede de n Prólogo que me pidieron para una colección juvenil. Gracias por el comentario!

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  4. Pocos mejor que tú entenderían esas contradicciones. Próximamente te dedicaré una entrada, Mariano, aviso. Muchas gracias!

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  5. Emocionante esta entrada porque me recuerda el modo en el que me he acercado a muchas obras literarias clásicas, con precaución al inicio, porque creía conocerlas, y luego entregado a ellas a tal punto que cerrar el libro me suponía un sacrificio.
    Me gustaría añadir que cuando sumamos la experiencia de la lectura, como la de Frankestein, a la de la imagen vista, caso de esa escena en la que el monstruo juega con una niña en la versión de James Walhe, o Boris Karlof, el placer es más intenso si cabe. Recuerdo asimismo la cara fascinada de Ana Torrent en El espíritu de la colmena cuando contempla la película en el cine del pueblo. ¿Llegaría alguna vez ese personaje a leer la novela? Seguro que sí, y que unidas ambas impresiones, las causada por la lectura y la imagen, se sentiría infinitamente feliz.

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  6. En estos momentos, en que estoy inmersa en las clases, lo del Blog es un problema, porque a menudo tengo la sensación de...
    Mantengo deliberadamente la brecha que abren los ....
    Si hay algo que caracteriza esta "actividad" es el coloquio (en el tono conversacional en que algunos clásicos lo entendieron y nos lo enseñaron como reconocimiento del interlocutor). Y mira, todo lo que estáis contando me está sirviendo para sacrale puntilla a otro elemento: la atracción de... no la fealdad surgida de la corrupción (objetos inmundos) sino otra... ¡Uy! ¡Me estpy yendo! Voy a verme yo también "El espíritu de la colmena", porque no recuerdo esa escena que comentáis. ¡Envejezco! Saludos!

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  7. Ana, he disfrutado la entrada como no puedes figurarte. Aparte de traerme a la cabeza aquellos tiempos, ya remotos, en que siendo una niña devoraba "Drácula" de Bram Stocjer, el Frankenstein de Mary Shelly, "El retrato de Dorian Gray" de Oscar Wilde, los cuentos de Allan Poe... y tantos y tantos otros.
    Ese tipo de literatura romántica y maravillosa que tan bien supo engancharnos en sus mundos oníricos, donde se refleja al hombre desde el monstruo.

    Me ha parecido interesantísima la crítica sobre
    Frankenstein, que aplaudo con ganas.

    Por último, no deseo irme sin decirte que el inicio de esta entrada es una pura delicia: la lectura como viaje que nos lleva a tantos sitios y a tantas mentes.

    Gracias y un beso.

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  8. Ana te vuelvo a escribir porque mi comentario ha desaparecido (parece que el hilo que nos conecta es demasiado fino y a veces se rompe de un lado o de otro, aunque yo insisto).
    Para empezar creo que leer sigue siendo una gran aventura (como lo era para tí de niña), porque en el momento que perdemos esa sensación, la lectura pierde todo su sentido. Es por eso que me gusta recuperar clásicos como Frankenstein que te permiten entrar en una nueva aventura, pues en el fondo los clásicos tienen esa extraña fuerza. Es muy común citarlos, pero no tanto leerlos y aunque los argumentos nos sean tan reconocibles, sí que constituyen un auténtico desafio y, como dices, un feliz descubrimiento.
    A mi siempre me ha sorprendido que una persona tan joven pudiera escribir con tanta soltura sobre temas de gran profundidad filosófica y que han sido auténtico germen de una gran parte de la novela fantástica.
    Yo tampoco he sentido nunca terror con esta criatura (ni en mis recuerdos de infancia)y ahora sé que sólo necesita comprensión, piedad y amor y que el verdadero monstruo es Víctor Frankenstein que pretendía equipararse a un creador de vida, sin tener en cuenta las repercusiones de su obra.
    Me ha gustado tu lectura de descubrimiento, tan evocadora.
    Por cierto, ya que hablamos de versiones españolas sobre la criatura de Frankenstein, ¿que te parece la revisión que hace tu paisano Gonzalo Suarez en Remando al viento?
    Un abrazo.

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  9. Isabel, la verdad es que he vuelto a dar Romanticismo y como nuestra producción es tan mediocre, me lanzo a leer a saco a los extranjeros. Y los disfruto, claro. Un beso!

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  10. Carlos... casi me sonroja si te imagino leyéndome, tú, gran conocedor de todas estas criaturas.
    La película de Gonzalo Suárez me gustó mucho en su día. Aunque con el cine también me siento diletante. Un abrazo!

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  11. Ya sabes lo que dice el refranero, Jesús. ¡Bienvenido!

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