viernes, 19 de marzo de 2010

CAMPOS...





Estos días han aparecido extensos artículos en la prensa sobre los campos de concentración en que fueron recluídos los prisioneros republicanos tras la derrota, y que se hallaban ubicados por toda la piel de toro, especialmente el de Miranda de Ebro, que además llegó a "albergar" hasta a 15.ooo extranjeros, entre ellos a dos futuros Premio Nobel.
(junto con los correspondientes batallones de trabajos forzados que allí se formaron)

Me ha llamado la atención que la noticia se presentase como tal. Es decir, como noticia.







Y es que estos días también he leído dos breves (y certeros y sugestivos) ensayos sobre "para qué es útil la literatura".

Y no sé si por la lluvia o por la parquedad con que yo me respondía a mí misma a esa escueta pregunta,

(respuesta que no transcribiré aquí, pues de tan obvia y seca rozaba el prosaísmo. Pero hay que contextualizarlo todo. Y la circunstancia era la casual coincidencia de esos dos elementos: la noticia o el reportaje periodístico y el breve ensayo)

o por el recuerdo de otras lecturas, me sentí levemente melancólica.

¿Olvidado Rey Gudú?
No, olvidada Ana María Matute (aunque se la pasee y se la fotografíe, y se la admita en la RAE, todavía hay que restituir su obra al lugar que le corresponde en la novela española de la segunda mitad del siglo XX).





Para mí, su opera magna es Los hijos muertos (Premio de la Crítica 1958 y Premio Nacional de Literatura 1959, ¡quién lo diría! Dado el olvido, claro).

En esta novela queda registrado, documentado, constatado, narrado, denunciado, concretado, encarnado, novelado... (podéis añadir libremente) ese mundo, el de los campos de trabajos forzados, los barracones insalubres en las entrañas de los bosques a orillas de ríos también muertos.
En esta novela hay un tramo estremecedor: cuando se encuentran y hablan (puro soliloquio y confesión) Daniel Corvo -el descastado, el vencido que quijotescamente retorna a casa tras la derrota y ya sólo aspira a ser una especie de subalterno, sobrevivir en los márgenes de un paisaje- y Diego Herrera, el responsable del campo, cuyo hijo cayó en Madrid, a principios de la Guerra Civil, en los alrededores de la Casa de Campo, y cree ver en uno de los prisioneros destellos y retornos del hijo muerto.
¡Locura! ¡Locura quijotesca, restauradora (por no decir engendradora)!





Bien, no puedo reproducir aquí todo ese extenso pasaje (que es una confesión: versión María Zambrano y Rosa Chacel, ¡ojo!), aunque sí unas líneas que den idea de su potencia (la de Ana María Matute, cuya imagen se suele edulcorar), cuando retornan como martillos.

"El gran silencio del bosque le envolvía de nuevo. Daniel apretó los dientes y deseó estrellar el vaso contra uno de los troncos. (Nos han nacido los hijos muertos.) Una desesperación lenta, como una ola abrasada, traidora, subía y ahogaba. ("El chico del barracón. Mónica. El otro tiempo. ¿Qué clase de animal eres, Daniel Corvo?...) [...] Corazones. Latiendo siempre, bajo la corteza de la tierra, tamborileando en lo profundo de la tierra. Los corazones de los muertos, tiranizando la tierra.. Poca cosa el hombre, con la carga de su corazón. Hermosas balas que los agujerean, que los parten. Hermosas balas, para clavar corazones".





Addenda: En su día, para una colaboración asidua que se publicaba en una columna fija de los "Cuadernos Cervantes" (donde, entre otros columnistas ilustres, Javier Marías publicaba los textos que luego recogería en su libro Miramientos) bajo el membrete F. Plural, redacté estas líneas sobre la novela de Ana María Matute, Los hijos muertos, sólo que allí titulé el texto texo "La hija vivas de Ana María Matute!"
.

Hegroz es un pequeño valle entre montañas, por el que se extienden los bosques de Neva, Oz y Cuatro Cruces; un escenario literario cuya topografía se corresponde con notable precisión al trazado real del pueblo riojano de Mansilla de la Sierra, localidad donde la escritora solía pasar los veranos de su niñez y en la que sitúa algunas de sus novelas, como Fiesta al Noroeste o Los hijos muertos.

Esta última es una de esas obras magnas que, en clave de saga familiar, encierra el signo de una época: avatares históricos, conflictos morales y sociales, ideario político, peripecia existencial, sentimientos. Y aunque la novela esté protagonizada por personajes masculinos, encontramos en ella una variada gama de figuras femeninas que, si bien al principio resultan casi tan inaccesibles y adustas (lejanas, escondidas) como el paisaje que habitan, poco a poco van emergiendo hasta situarse en un primer plano. Así, si Margarita (primera esposa de Gerardo Corvo) era fría, dócil, reposada y un poco indiferente, sus hijas Isabel y Verónica (prototipo duplicado años más tarde en la joven Mónica, hija del segundo matrimonio de Gerardo Corvo con Beatriz, otra mujer sumisa llevada a La Encrucijada para servir "como cualquier otra") serán ya otra cosa.

Isabel -dura, amarga "piedra en la garganta, en la voz"- es un personaje que arrastra ecos de esas hembras incapaces de vivir el amor y que tanto abundan en los dramas o tragedias rurales de nuestra literatura. Dominante y calculadora, se asemeja más a las viejas tipo la Bernarda Alba lorquiana o la Paula (madre del magistral Fermín de Pas), de La Regenta, que a la joven que por edad debería ser. Autoritaria y represiva, Isabel se impone en la Encrucijada, sin conseguir cortar la libertad de sus hermanas, que logran salir de allí.

Verónica escapa a la mirada de Isabel, a sus celos, a las órdenes que ésta le lanza desde "el desamparo total de la vida". Personaje vital, libre (vive en la Naturaleza y descubre el amor), huye con Daniel a Barcelona, donde morirá en uno de los bombardeos que asolaron la ciudad durante la Guerra Civil. Daniel la recordará "brillante, como una fruta salvaje, con todo el brillo del sol dentro del cuerpo... Verónica sabía lo que hacía, sin virtudes no sentidas, sin pecados no sentidos. Su dulzura provenía de su serenidad, de su seguridad. Su amor fue cierto, rectilíneo, hasta el final. Verónica no se quejaba nunca. Verónica miraba de frente y decía: sí, o decía: no. Pero no dudaba. Tenía la terquedad de los Corvo, la audacia, la simplicidad."

Verónica murió estando embarazada. Tal vez por eso, porque a esa generación ( la de Daniel Corvo o Diego Herrera, en el otro bando) les nacieron los hijos muertos, Miguel Fernández y Mónica Corvo no pudieron siquiera iniciar su sueño de amor y libertad.

Junto a estas mujeres -Isabel, Verónica y Mónica- que desempeñan un cierto papel protagónico, encontramos en Los hijos muertos un rico muestrario de figuras femeninas que el lector recuerda porque en absoluto naufragan en la anonimia del clisé ni en el tópico.

En Hegroz destaca la Tanaya, siempre en pie, manteniendo una pelea constante con la tierra, con la lluvia y el sol, con los amos, con los perros, o con los hijos, que "crecían como por un camino cuesta arriba por el que fuera preciso subir y subir, y subir sin descanso." A veces sólo para morir a deshora: Marino. O Marta, otra criada, siempre trajinando en la cocina mientras cantaba canciones antiguas a los hijos que iban creciéndole alrededor como animalitos, como ella misma a su edad porque allí la vida seguía igual que entonces. Alfonsa Heredia (viuda, tres hijos) es la quintaesencia de las mujeres de Hegroz: "viejas perras que olfatean la muerte." Mujeres que golpeaban con ira. Mujeres de cólera sobresaltada y de miedo cruel que amaban no menos ferozmente a sus hijos. Hay en las páginas 137 y 138 de la novela una excelente muestra de esa singular relación de las madres de Hegroz con sus hijos. A pesar del tremendismo naturalista que recubre estas líneas, el remate es espléndido.

"Sí, eran extrañas las mujeres, con sus hijos, su paciencia, su cólera, su docilidad, su fidelidad de perras. Su fidelidad que iba más allá del amor, del rencor, del sexo... Eran extrañas sus manos, quemadas por el sol y el agua, agrietadas, duras, manos para el golpe y las piedras, para el trabajo. Los dedos cortados, de uñas roídas, gastadas y brillantes como puños de cayado. Las manos que, de repente, se detenían sobre una cabeza dormida. Que se quedaban de pronto, así: apretadas, calientes, largas, como si dijesen "descansa"."

Hay más madres en la novela: esas mujeres de los presos del Destacamento Penal de Hegroz que siguen a sus hombres y viven en unas chabolas con los hijos y que las mañanas de domingo se ven y acarician en la taberna del Moro. Mujeres que "cocinaban en hornillos hechos con piedra o con ladrillos viejos", que "dormían bajo los techos de cañizo, latas vacías y cartón embreado." Mujeres que esperaban. Mujeres bravas que se unieron a la rebelión de sus hombres, como la Monga, la madre del Chito, o esas otras que hubieron de abandonar España tras la Guerra y fueron a parar, con ellos, a un campo de concentración francés: "Se tapaban unas a otras, como podían: con abrigos, con alguna manta, para evacuar sus excrementos. Parecían avergonzadas y doloridas."

La Barcelona de los años anteriores a la guerra, del confrontamiento y de la inmediata posguerra, es el otro gran escenario de esta novela. Distintas figuras lo cruzan: una chica aspirante a actriz en un bar de la calle Unión, las obreras de una imprenta, las prostitutas del Barrio Chino (como la madre del Patinito, que consigue sacar adelante al hijo y darle estudios de magisterio), las mujeres de las barracas de Somorrostro, fregonas, amas de casa, las que parten para combatir en el Frente de Son Servera, etc. Lejos de reducirlas a estereotipo, Ana María Matute siempre les imprime un rango peculiar (a veces de carácter simplemente plástico) que las hace imborrables, como esa puta vieja que comía una naranja igual que si estuviera bebiendo sangre, de repente allí, sin pintura, "seca, grande, como el esqueleto de un caballo", dispuesta a combatir ella también, ella, "sin hijos en el pueblo, que no tenía para los niños más que la defensa del insulto, la patada, ella, la que más venganza llevaba entre sus pechos, como dos bolsas vacías."

Hay en Los hijos muertos una variadísima gama de personajes femeninos (muchos de ellos madres) cuya presencia, por esporádica o irrelevante que pueda parecer, convierte a esta novela en una imprescindible crónica de la heroicidad silenciosa y turbia que late en los repliegues de la intrahistoria.

miércoles, 10 de marzo de 2010

DUBLINESCA

Os decía (¿ayer?) que una conferencia a la que me hubiera gustado asistir es la que Enrique Vila-Matas pronunció en Alcalá de Henares la pasada primavera.
No pudo ser, pero me consuelo ahora leyendo Dublinesca, la última novela del escritor barcelonés, recién aparecida en Seix Barral.





Empecé a leerla un jueves por la tarde tras la sesión del Máster y avancé pausadamente, complacida al ver reaparecer lo que Baroja llamó "el fondo personal" del escritor, el mundo que ya con toda propiedad reconocemos (y calificamos) como vila-matiano.
Retornaban temas y trazos y pulsiones e incluso alguna frase casi literal: "Perder suicidios, perderlos todos", leí en otro de sus afamados libros. Y ahora leo en estas páginas: "Perder teorías, perderlas todas".
Y es que el protagonista de Dublinesca, Samuel Riba, se considera el último editor literario y, convencido de que asistimos al final de una era -la era Gutemberg-, un día, en la soledad de un hotel de Lyon, adonde había sido invitado para hablar del tema, "logró allí realizar uno de sus sueños cuando editaba y no tenía tiempo para nada: redactar una teoría general de la novela".






Esa teoría, es decir, los elementos de la misma que Samuel Riba consideraba esenciales eran: "intertextualidad; conexiones con la alta poesía; conciencia de un paisaje moral en ruinas; ligera superioridad del estilo sobre la trama; la escritura vista como un reloj que avanza".

Es decir, una teoría muy sugerente y muy intrigante porque, sabedores (quienes han seguido la trayectoria de este escritor) de que todo eso forma parte de lo esencial vilamatiano (con desarrollos de distinta graduación o intensidad unos u otros elementos en las recientes novelas), leemos azuzados por el deseo de ver cómo se concreta o realiza narrativamente, qué nuevo tour de force nos reserva el autor.

Y enseguida percibimos que se acentúa el "paisaje moral en ruinas". Y que en este primer tramo de la novela un desafío radica en la inmovilidad (física) del protagonista, arrancándole alma a los angostos y repetidos espacios en que se mueve: vida cotidiana, aparentemente anodina: su casa o la puntual visita semanal a la de los ancianos padres.
(Con las debidas resonancias literarias, claro, como la de un libro por el que tengo especial predilección -Viaje alrededor de mi cuarto, de Joseph de Maistre-, que además se meciona en las páginas finales de Dublinesca).







Me emociona esa cadencia melancólica y la difícil/contenida serenidad de las primeras páginas.
Me emociona el reencuentro con unos versos de Idea Vilariño:

Fue un momento,
un momento,
en el centro del mundo.

Pero enseguida irrumpe Celia (la mujer de Samuel), que aunque está planeando hacerse budista es puro vendaval y energía. ¡Magnífico personaje!
Luego llegan Javier y Ricardo, otra pareja estupenda.
Además, Javier es asturiano.
Los dos son escritores así que... el festival de la palabra está servido.


El viernes avancé veloz (y feliz) hasta la página 221, en que Samuel Riba aguardaba a que se despertasen sus trasnochadores amigos -los citados Javier, Ricardo, más el joven Nietzky, llegado de Nueva York-, los tres expresamente invitados a celebrar un sepelio y... "réplicas vivientes de los tres personajes -Simon Dedalus, Martin Cunningham y John Power- que acompañan a Bloom en el cortejo fúnebre que atraviesa la ciudad hasta el camposanto de Glasnevin en la mañana del 16 de junio de 1904".

A Samuel Riba y sus amigos, en la particular ceremonia fúnebre que ejecutan, los acompañarán además algunos otros personajes, que aparecen con nombres y apellidos reales (los otros tres, los escritores, son contrahechuras sintéticas cofeccionadas al modo de "cadáveres exquisitos") y que eligen el glorioso y célebre Bloomsday dublinés para proceder a su personal enterramiento.







¡Paradoja! Elegir esa fecha de culto y exaltación joyceana para enterrar la literatura.
Risa, diversión... Porque en todo este tramo, la parodia es la regla.
Pero a la vez, se condensa aquí un variado haz de referencias (literarias y plásticas), que pautan las verdaderas claves de la novela: "La búsqueda de la levedad como reacción al peso del vivir", sería una.
(Como esto no es una crítica sino espontáneas impresiones de lectura... no agotaré el espacio.)
Todas esa referencias pictóricas y literarias a la vez nos detienen (recordando) y azuzan (tentados a levantarnos y cotejar y recordar y completar o comprobar: tantos ecos de anteriores obras de Vila-Matas y tantas referencias o resonancias de las lecturas de los años setenta que, como Carta breve para un largo adiós marcaron a más de una generación. O el recuerdo de la conferencia de Onetti, allá por 1978, en Barcelona cuando la editorial Bruguera...).
Hubo -habrá- mil historias y recuerdos, pero...

quizá lo que más me impresionó en esas páginas fue la poesía arrancada a Dublín y el mar.






El sábado podría haber acabado la lectura de DUBLINESCA, pero, con premeditación y alevosía, la detuve en la página 291.
A fin de cuentas, la espera es un tema axial de la novela.

(Por eso, hasta pensé, inicialmente, en fragmentar esta entrada en tres partes -que no meses- siguiendo/imitando la estructura de la novela, en cuyo tramo central Vila-Matas replica o reproduce o dialoga con Nabokov en su lección de Joyce)

Y además, declinaba la luz .
Y además, tras el regocijo de las anteriores páginas paródicas, necesitaba lentificar el aterrizaje en... ¿la verdad? ¿lo real?

... la realidad sabe escabullirse perfectamente detrás de una sucesión infinita de pasos, de niveles de percepción, de falsos sondeos. A la larga, la realidad resulta inextinguible, inalcanzable.

Volví a algunos tramos de la novela. Busqué las "estrellitas" (una marca personal en el margen) y releí:

Aunque sea a tanta distancia, por fin ve algo de Dublín, lo ve desde lo alto de estos acantilados que se adentran en el mar. Grupos de aves reposan sobre las aguas. La tristeza fascinante del lugar parece acentuarse con la visión de esas escuadras de pájaros sonámbulos, en pleno día, y es como si el vacío se anudara con la honda tristeza y ésta de vez en cuando cobrara voz con el chillido de alguna gaviota.

Y evocará Samuel Riba "tímidamente emocionado", Los acantilados irlandeses de Moher, un poema de Wallace Stevens.







Y sigo buscando-evocando la alta poesía, las estrellitas (o asteriscos, para que no me tildéis de cursi):

Tratará de poner en pie y mejorar su mustia vida de editor retirado. Pero algo se ha desfondado por completo en el cuarto. Alguien se ha ido. O se ha borrado. Alguien, quizá imprescindible, ya no está. Alguien se ríe a solas en otra parte. Y la lluvia se estrella cada vez con más delirante fuerza sobre los cristales y también sobre el aire vacío y sobre el hondo aire azul y sobre lo que está en ninguna parte y es interminable.

Intuía lo que se avecinaba, así que ese sábado le encargué a Martin que se fuese al vídeo-club a sacar "Dublineses" (The Dead), de Huston.







Leyendo la novela de Vila-Matas me volvían esas imágenes que él glosa y, sabía (vi la película cuando se estrenó -creo que- en el Capsa, pero no la había vuelto a ver; la recordaba muy bien, pero temía el monólogo final), que sin duda aliviaría la lectura de las últimas páginas de Dublinesca, o la acompañarían y envolverían como una mortaja o... qué sé yo.
Porque ahí, en la página 284, el tono, la escritura deja de ser réquiem (rompe lo previsto) y maravillosamente acaba siendo puro salmo/ salmodia, con su nota de alabanza:

En esta avenida general, pensó Riba, siempre me ha parecido que un solo difunto no es nada ni nadie y todo se relativiza y entonces es más fácil percibir que hay más de una cruz corva y más de una losa con espinas yermas a lo largo de este mundo tan ancho y tan grande, donde la lluvia cae siempre lenta sobre el universo de los muertos...

Y luego, a continuación, la secuencia. Menos mal que el domingo ya tenía a mano la película de Huston.
A primera hora de la tarde de un domingo amable acabé la lectura de Dublinesca. Luego puse la película. Y luego repuse el lento monólogo final cuatro o cinco veces hasta sentir cierto reposo: ese que llega cuando ya puedes incorporarte y hablar o recordar y decir...

Sabría, poco después, que fue un preludio: el de la nieve abatiéndose sobre Barcelona el lunes, toda la tarde, persistente y tenaz y alborotada la nieve al principio, cuando irrumpió, abriéndose paso; después, con las horas, llegó lenta y dilatada y por eso cordial y amable (aunque aquí, en la ciudad, le faltaba el silencio).



P.D. Repito: iba a dividir esta entrada en tres partes, imitando la estructura de Dublinesca , algunos de cuyos tramos remedan la articulación expositiva que sigue Nabokov en sus Lecciones de literatura europea, en el capítulo correspondiente a "leer" el Ulysses de Joyce.
Pero así, dilatada, esta entrega resultaba excesiva.
Además, tampoco quería hacerme la interesante, pese a que el gran tema de la novela es LA ESPERA.
Es seguro que retornaré, con más sosiego.
Me acompañará la balada de Aughrim, con la que me despido.


viernes, 5 de marzo de 2010

CONFERENCIAS




Últimamente, voy bastante de conferencias. ¿Por qué?, os preguntaréis.
Podría responder porque sí, pero no sería de recibo.
Sin pretensión exhaustiva ni ánimo de marear la perdiz, contestaría que:
a) Agotada como quedé de las clases y ante las jubilatorias perspectivas que se pintan, envidio la posibilidad de sentarme en las bancas y que me ilustren o me abrumen o me aburran, así que ahora que dispongo de más tiempo me quito esa espina.
b) No he participado cuanto debería (o podría) en congresos, coloquios, simposios y otros eventos y... acaso influya la necesidad de subsanar el déficit, aunque sea por pasiva.
c) Un cambio drástico en lo que yo denomino "maniobras de distracción". He sustituido la dosis audiovisual (cine, docs, seriales) de la que había abusado en temporadas anteriores por esta otra actividad en la que, tanto los conferenciantes (predominan los varones, ¡cómo no, y qué remedio!) como sus materias, como ¡el público!, me ofrecen también un buen espectáculo.





La elección de la conferencia a la que planeo asistir o el previo proceso de selección (nada complicado porque la oferta no es abrumadora, reconozcámoslo), obedece también a un mecanismo bastante preciso, que tiene mucho que ver con la proximidad y con la conveniencia de la hora (y del día en que se celebre, of course).
Es decir, Tiempo y Espacio, que es lo que manda.

El tiempo es ingobernable, pero el espacio... Bachelard, Perec...
El espacio importa y mucho.
Por ejemplo, he quedado hastiada de la megalomanía del CCCB yya casi sólo me convoca allí la presencia de un Richard Sennet, por ejemplo.
En cambio, me encantan las conferencias que están organizando los lunes en el Teatro Goya.





La primera a la que asistí fue a una del impar Lluís Permanyer, sabio cronista socarrón de los repliegues barceloneses. Con él compartí mesa y focos en un coloquio universitario hace unos pocos años y luego, ya en plan confidencial, le ofrecí una anécdota sobre nuestra Universidad que él desconocía.
La tal anécdota la relata Eugenio D'Ors en su Dietario (1930) y reza así:

"Otro gallo le cantara hoy (y esto es apenas un modismo), al jardín botánico de la Universidad de Barcelona, si un día, en lugar de darlo al profesor de Farnacia, señor Casaña, que criaba allí cabras lecheras, se lo hubieran dado, por ejemplo, a Mosén Jacinto Verdaguer".
(Conocido es el gusto del poeta por la jardinería. Y hay que admitir que mientras Biológicas tuvo su sede allí, en el recinto histórico, el jardín estaba espléndido. Todavía conserva algo, pero decae..., lo que no le quita encanto)





Así que me fui a escuchar a Lluis Permanyer al Teatro Goya. Contó muchísimas cosas, algunas sobre la Carvajal, Margarita.
Con la célebre vedette del Paralelo de los años treinta ya había entrado yo en relación por varias vías: desde lo que se contaba de ella cuando los anarquistas, que controlaban el Sindicato de Espectáculos durante la Guerra Civil, implantaron la igualdad salarial y pretendían que cobrase lo mismo el barítono, la superstar o Madame Pipi y ella les contestó "Pues que enseñe el culo el acomodador"... De ahí, a las referencias a la Carvajal que asoman en "Si te dicen que caí".
Bueno, pues Permanyer me descubrió otra anécdota.
Quien viva o haya visitado Barcelona sabe del monumento emplazado en la confluencia de Paseo de Gracia y la Diagonal. Detrás, más arriba, empieza el barrio de Gracia. En el 36 la Plaza se llamaba Cinc d'Oros y allí alzaron un obelisco (que aún subsiste), coronado por una estatua alegórica de la República (obra de Josep Viladomat) a la que la gente le llamaba la Carvajal "perque tè gràcia al cul".
(Luego, tras la derrota, la estatua fue retirada y hoy vuelve a lucir en la Pza. Lluchmajor. Al monolito -punto de cita de muchas manis, le llamábamos "el lápiz").


También me he hecho asidua del "Fòrum Salut Clínic". Me encanta volver a recorrer aquellas galerías y ver cómo ha cambiado el viejo Clínic. Me encanta aprender sobre la degeneración macular asociada a la edad y sobre la enfermedad de la depresión en el siglo XXI (muy interesante esta conferencia del catedrático Cristóbal Gastó y el desmentido sobre ciertos lugares comunes que asocian melacolía o tristeza a depresión, que es algo mucho más serio, pese a la vulgarización o apropiación indebida del lenguaje: ese estoy depre... que se lanza con tanta ligereza. Muy interesante también, el artículo de Manuel Rodríguez Rivero de ayer miércoles en El País).
Me saltaré la próxima conferencia del "Fórum Clínic", que versará sobre la incontinencia urinaria porque ya rozaría lo hipocondríaco, pero asistiré, el 15 de abril, a la que lleva por título "Modifiquem els hàbits posturals per a una qualitat de vida millor", por ejemplo.





Adonde no asisto, ni en la desesperación más extrema, es a una conferencia literaria (aunque me convenga para aprender a manejarme y también a impostar, siquiera, la voz).
Pero hoy sí os quiero traer un fragmento de una conferencia a la que me habría gustado asistir.


Y es que la, inicialmente, relación epistolar con Enrique Vila-Matas empezó en 1997, cuando él publicaba "Extraña forma de vida" y algunos críticos meneaban la cabeza con desagrado como diciendo "este chico..."
Es decir, cuando el excéntrico novelista se metió (vía su personaje) en el barrio de Juan Marsé. Entonces yo preparaba mi librito "Por qué leemos novelas" y les preguntaba a los autores allí convocados que me dijesen por qué (por qué leían novelas, se entiende, dado que lo habitual era que les preguntasen por qué las escribían). No conocía a Vila-Matas ni tenía modo de aproximarme a él, así que a palo seco le mandé mi "capítulo correspondiente", en el que me remontaba a la reseña de "Extraña forma de vida" (1995) publicada en el insignificante (piensan los responsables de los departamentos de prensa) suplemento cultural de "El Norte de Castilla", y decía....

Parecen dos libros muy distintos, Lejos de Veracruz (1995) y Extraña forma de vida (1997), las dos últimas novelas de Enrique Vila-Matas. Y sí, en parte lo son. Al menos en lo que atañe a la factura y tejido narrativos, más trabados y complejos en la primera que en la segunda. Sin embargo, los protagonistas de ambas tienen mucho en común. Son como dos caras de una misma novela. O, si se prefiere, la doble faz -nocturna, una; diurna, la otra- de un mismo tipo humano : el escritor.


“... Y es que yo estaba seguro de que enseñaba más la calle que los libros y no quería pudrirme como mis hermanos cultos y pensaba que mi contacto directo con el horror y la vulgaridad me harían más humano y me curtirían lo suficiente para llegar a ser algún día un héroe de la vida y no el típico aficionado que ve los toros desde la barrera”.



Vila-Matas me contestó con generosidad, ampliando o corroborando mi hipótesis: No sólo ambas novelas estaban relacionadas entre sí, sino que formaban parte de una trilogía, que completaría El viaje vertical (1999).



Creo saber que todo esto (y más) lo recordé de golpe porque me llega Dublinesca, la última novela de Vila-Matas y...






¡Continuará!