Estos días he recordado una obra de Defoe de la que poco se habló en su momento. Me refiero a las Memorias de guerra del Capitán George Carleton (Los españoles vistos por un oficial inglés durante la Guerra de Sucesión), inéditas en castellano hasta que en el 2002 fueron editadas en Publicaciones de la Universidad de Alicante.
Defoe terminó de redactar el libro en 1728, poco antes de su muerte, aunando en esas páginas el relato de aventuras históricas -el marco tempo-espacial es nuestra Guerra de Sucesión- y la relación de viajes, modalidad narrativa que se iría afianzado a lo largo del siglo XVIII hasta alcanzar su eclosión en el periodo romántico, eclosión reforzada, precisamente, por las guerras napoleónicas, que cambiarían radicalmente la imagen de España, tanto dentro como fuera de la Península ,y acontecimiento que nos dejó una extensa literatura a caballo entre el memorialismo (con más o menos dosis fabulesca) y la aventura viajera.
De modo que estas Memorias... de Defoe constituyen una exquisita anticipación de lo que habría de llegar después, con la ventaja de ofrecer un tono natural y espontáneo, y hasta ingenuo, al menos en comparación con las deformes y deformadas visiones de España que nos servirían algunos más tarde, todo un obligado tópico de la literatura de viajes. Es más, por momentos se percibe en este oficial inglés cierta perplejidad ante el contraste de la realidad que recorre y la famosa leyenda negra que también había llegado a sus oídos.
Centrada, la aventura bélica, en los episodios del asedio y conquista de Barcelona, buena parte de las peripecias de Carleton transcurren en parajes de la costa mediterránea y en el posterior confinamiento del capitán en San Clemente de La Mancha -estancia evocada al amparo del "divertido pero mordaz" don Miguel de Cervantes, como no podía ser menos-, cuando fue hecho prisionero de guerra. Es en estas pausas de inacción cuando el relato recoge la vida cotidiana en los pueblos y ciudades de España, combinando las impresiones o instantáneas del extraño con la indagación más sosegada y la reflexión ecuánime que la prolongada estancia en un lugar y las conversaciones y el trato con las gentes le permiten ir elaborando.
Son las tradiciones y creencias, los hábitos y costumbres, lo que capta el interés del viajero, y no tanto el paisaje, con la excepción de las espléndidas páginas dedicadas a la sierra de Montserrat, teñidas de un misticismo naturalista bastante singular. El paisanaje, las gentes, su cotidianeidad, su mentalidad, avivan estas páginas que reflejan la vida intramuros de una ciudad sitiada, la agresividad de los bravos -¿chulos?- valencianos que habitualmente acompañan -¿controlan?- a las mujeres públicas, la templanza de los españoles, las celebraciones del carnaval y la Semana Santa, un ajusticiamiento público, corridas de toros, las aventuras galantes de la soldadesca, la vida en la retaguardia, las devastaciones causadas por una plaga de langosta, el trajineo por los caminos de España, el día a día de un prisionero de guerra, el espionaje a que un "hereje" inglés es sometido por "los soplones o informadores de la Inquisición", la ceremonia de profesión de dos novicias, los espectáculos y diversiones públicas (paseos, teatros, cafés), y un sinfín de divertidos episodios narrados con pluma magistral como la de Daniel Defoe.
Tras ocho años en España, en 1712, el capitán Carleton abandona el país llevándose, como imagen última, el grato recuerdo de las barqueras donostiarras de Pasajes: "Todas ellas iban graciosamente vestidas. Sus largos cabellos les caían elegantemente sobre los hombros, y los llevaban adornados aquí y allá con cintas de varios colores que el viento agitaba libremente a sus espaldas. [...] Elegimos a las que más nos gustaron, y ellas, agradecidas, nos condujeron hasta sus barcas marcando con los remos una especie de acompañamiento musical..."
¡Ah! Las barcarolas...