viernes, 30 de octubre de 2009

MADRID: EROS

Estuve en Madrid y, pese a la brevedad de la escapada, tuve tiempo para ver a mi querida Irene Gracia e irme con ella de museos (ya va siendo un rito).

Esta vez nos metimos en la Thyssen, a ver la exposición "Lágrimas de eros".

Yo iba a ciegas, guiada por ella. Quiero decir que Irene era quien sabía de las varias posibilidades que se ofrecían y eligió visitar ésta, recién inaugurada.

Nada más entrar, al ver que la exposición se acogía al ensayo de Bataille, me emocioné. Porque "El erotismo" de George Bataille (en Taurus) fue una de mis lecturas juveniles. Luego vino, algo más tarde, "Las lágrimas de Eros" (en Tusquets), ampliación del ensayo anterior, donde aborda la íntima relación de Eros y Tánatos: entre la pulsión "sexual" y el instinto de muerte. (Entrecomillo lo de "sexual" no por puritanismo sino porque yo escribiría vital: de vida, que es lo que en verdad se opone a la muerte).

Total que iba emocionada cuando, ya en la primera sala, me encontré con la fotografía de Man Ray: "Lágrimas", 1932.







Casi a seguido, Irene se encontó con "El pecado" de Franz von Struck, lienzo que la escritora reproduce en la cubierta de su novela Mordake, pese a que no lo había visto antes en directo. La sorpresa fue encontarnos con otras piezas de von Struck: El vicio, Fauno y Ninfa, Betsabé, Las tentaciones de San Antonio...









Y es que la exposición se organiza temáticamente: Ninfas y Sirenas, Apolo y Jacinto, El martirio de San Sebastián, Andrómeda encadenada, Magdalena penitente, Endymion, El beso, Salomé y el Bautista, Judith y Holofernes... (Aquí sí se echa de menos la versión de la Gentileschi, que vi en Barcelona hace años, y de la que habla el joven Bradomín).











En la exposición, además, dialogan piezas clásicas de todos los tiempos: Rubens , Gèricault, Moreau (siempre espléndido), los prerrafaelistas -Burne Jones, que ya estuvo en el Prado la pasada temporada- o... Munch, Cezanne, Dalí...

Y dialoga la pintura con la escultura (Rodin: El beso) y con la fotografía (Maplethorne, Avedon), y con el cine ( Wharhol-Bela Lugosi).


Pero bueno, todo eso vino después.
Porque al principio, Irene y yo, cada una con su cuento, íbamos extasiadas y nos pararon unos chicos de El País Digital.

¿El resultado? Clickando aquí.


Y no sigo hablando del tema porque:
a) estoy griposa y con las clases encima;
b) ya todos empiezan a hablar de la expo, y hasta hay algunos que pretenden convencernos de que apenas hay diferencia entre erotismo y porngrafía, para reactualizar un ensayo estúpido que no les funcionó.
c) tengo que cocinar (que equivale a lidiar con la susodicha pulsión ).

lunes, 26 de octubre de 2009

MADRID: MAGRINYÁ

He estado brevemente en Madrid por motivos varios, todos relacionados con las otras muchas facetes no-docentes propias de un Profesor de Universidad.

He estado en Madrid y como siempre me he alojado en la buhardilla de mi amiga Aurora, en la Plaza Dos de Mayo.

Allí, como siempre, recorrí las calles adyacentes -la de la Palma, y San Vicente esquina San Andrés-; es decir, me demoré en un paisaje muy chaceliano: el de la adolescencia de la escritora en el Barrio de Maravillas. Y volví a detenerme ante los bellos mosaicos de azulejos que gracias a esa novela (publicada en 1977: Premio de la Crítica) restauraron liberarándolos de las pinturas que los cubrían. (Omito la sorna con que Rosa Chacel me hablaba de la utilidad de la Literatura).






He estado cerca de Luis Magrinyá, pero esta vez no lo telefoneé para avisarle de que andaría por su maravilloso barrio, de modo que él tampoco me citó en el Café Ruiz de la calle Ruiz (existe, de verdad).

Nada le dije a Magrinyá porque poco antes habíamos vagabundeado por el Eixample barcelonés y, además, al día siguiente lo llevé a mi clase de Narrativa del XX, a que perorase.






A Magrinyá hace sólo cinco años que lo trato face to face, a raíz un e.mail (un tanto airado, pero extenso y grato y reconfortante) que él me envió tras haber reseñado yo su (de momento) última novela: Intrusos y huéspedes (Anagrama, 2005).

Como no monto cursos de Extensión Universitaria para enriquecernos todos, ahí va la reseña sobre la novela que en su día publiqué en el nº 107 de Revista de Libros (Noviembre de 2005), con el título de "Sudores épicos y sususurros líricos":

Esta frase, que extraigo de la propia novela de Luis Magrinyà, puede servir como síntesis expresiva del movimiento pendular que recorre el narrador de Intrusos y huéspedes, un hombre de mediana edad, famoso actor de TV y ahora profesor en una academia de teatro, que de pronto ha de ocuparse –y convivir- con un hijo adolescente al que no ve desde hace muchos años debido a la “ridícula peregrinación mundial” que emprende la madre-esposa tras la separación del matrimonio. Para describir el oscilante vaivén existencial que agita al protagonista podrían igualmente servir otras antinomias o parejas de opósitos tales como desesperación-felicidad, pensamiento-acción o la sugerida en el título mismo, ya que estamos ante una novela concebida como un díptico o medalla de doble cara, dividida formalmente en dos partes que se presentan como dos diarios, independientes y muy distintos entre sí.


El primero arranca con la llegada del hijo y al escribir en él su autor intenta poner un poco de orden en sus pensamientos o, al menos, “conseguir cierta regulación de mi actitud”. Empieza con la puntual anotación del día a día –aun por anodinas y vacías que resulten algunas jornadas-, cubriendo las variadas facetas de la cotidianeidad del personaje, entre las que destacan la relación paterno-filial, la tarea docente y la introspección íntima. Apenas hay progresión en los cuatro meses que abarca y en esas páginas la vida queda reflejada como un puro agolpamiento de hechos, a veces deslavazados, sin continuidad alguna pese a la contigüidad, absurdos y extraños, opresivos e indeseados. Hasta que uno de esos hechos lo rompe todo y precipita la gran crisis de un hombre que se nos va revelando como un neurótico solitario y de humor sombrío, abúlico y aburrido de sí mismo, anímicamente inestable pero crítico con su entorno (las empresas culturales), envidiablemente lúcido en sus análisis y capaz de un soberbio ejercicio intelectual, como se aprecia en el examen de la tragedia de Venturi, Gualterio, que prepara con sus alumnos.


Estamos ante una criatura que por momentos nos hace evocar una fecunda estirpe literaria, la de los agonistas, con destellos que abarcan desde el dostoievskiano hombre del subsuelo al hombre sin atributos de Musil: el narrador es un postmoderno uomo qualumque, cuya neurosis, que culmina bartlebyanamente –las palabras mienten, son inútiles, no sirven : “Esto de escribir es un asco”-, Magrinyà trata a ratos con refrescante humor. Y dicho esto, no parece necesario argumentar sobre el atractivo y poderío literario de criatura tan volubre y abismática que, tras la crisis, renace como hombre nuevo que reniega del anterior: “soy otra persona, muy distinta… soy otro mejor. Más lúcido, más sereno conmigo mismo. Más abierto, más atento, más sensible a los demás. Más feliz”.


Diez meses transcurren entre el primer diario y el segundo, enlazados por una especie de entreacto donde el narrador explica las causas del silencio y su transformación en un hombre nuevo que empieza interrogándose por la forma de relacionarse con la otra persona que él fue. El segundo diario será el instrumento para hacerlo, convirtiéndose así no en prolongación sino en rectificación del anterior. Empieza la víspera del regreso del hijo, y varía en contenidos y organización formal porque elude en lo posible la reconstrucción de la crisis dado que al narrador la mayoría de las retrospectivas le parecen llenas de cuadros falsos: “Cuadros falseados por la memoria que desde el sentido de hoy trata de encajar todo lo que no encajaba ayer, falseados por el inevitable triunfalismo que el sentido impone a un recuerdo que se hace desde el final y no desde el principio, cuando aún se ignora el resultado, y falseados por el propio carácter de gran evento ejemplar que adquiere una exposición que es ante todo una explicación”.


Este hombre nuevo es ante todo un héroe en el sentido clásico, un hombre de acción que ha aprendido que los hechos son independientes de uno y que lo importante es no dejarlos escapar ni tratar de incorporarlos sino incorporarse uno a ellos: “qué bendición verse libre de objetos, de causas. Qué bendición, por una vez, pegarse a lo que ocurre, a las cosas, a los hechos, confundirse con ellos, transcurrir con ellos, sin que le detenga a uno todo lo que los rodea, impulsa, determina, modifica o crea”. Este hombre nuevo ya no verá a su hijo y a los amigos de éste como intrusos sino como huéspedes y con éstos emprenderá la aventura de fabricar éxtasis puro. El segundo diario narra paso a paso el entero proceso de tal empresa, desde los preparativos iniciales y la costosa adquisición de las sustancias necesarias hasta la llegada del día D, en que el narrador toma su dosis y describe detalladamente una experiencia en que “las cosas, los sentimientos, las palabras aparecían, sin violencia, sin psicosíncopes”.


Este último tramo del relato, naturalmente, está lleno de información científica y la prosa es de una aridez catastral, de modo que, si uno no es entusiasta de la “estereoquímica”, el entusiasmo del lector se enfría. Por otra parte, y aun cuando la anteposición del final amortigua un tanto el impacto que todo happy end produce, no se deja de percibir en Intrusos y huéspedes cierto aleccionamiento y una moderada moraleja sentimental de sentido discutible. Aparte, narrativamente hablando, la irrupción de Samantha –una investigadora universitaria de 27 años- en el círculo de los adolescentes queda por justificar, pues parece caída del aire (y ya entiendo la necesidad del personaje en la historia, tratándose de lo que se trata), aunque hay que reconocer que el propio círculo juvenil es muy variopinto, como si el autor pretendiese dar un retablo social que va del currante castizo al esteta cosmopolita.

Luis Magrinyà ha presentado esta obra como una “novela experimental”, pero si bien es indiscutible el experimento psicológico y el experimento con las drogas, en la forma narrativa no hay tal. Sí lo hay si nos reducimos a la trayectoria del escritor, pero no considerando la evolución del género. Sí hay (aparte de la buena escritura del autor) un divertido juego literario que puede tomarse por sesgado homenaje a la literatura en lo que Intrusos y huéspedes tiene de articulación y combinatoria de modos y discursos narrativos muy diversos –desde lo detectivesco a la psicodelia- y de aclimatación o incorporación a los tiempos que corren de un personaje de legendaria estirpe.








martes, 20 de octubre de 2009

MARK TWAIN

He de ir a Madrid. No será un viaje regio niobedecerá a los motivos que guiaban a nuestros viajeros del XVIII, pero los alumnos pueden aprovechar la ausencia con estas pildoritas sucedáeas rescatadas por la memoria.

En el XIX los viajes todavía se entendían como parte de la educación del hombre, prolongando planteamientos anteriores: Chateaubriand pone el estudio y la formación como el principal motivo que le impulsa a viajar a Oriente, completando así el círculo que siempre se había propuesto acabar, tras haber “contemplado en los desiertos de América los grandes monumentos de la naturaleza” y en las antigüedades céltica y romana, los de los hombres. Sólo después le sigue como propósito el afán de documentarse in situ sobre los escenarios de algunas de sus obras como Los mártires para “corregir mis cuadros, y dar a mi pintura de estos célebres lugares el respectivo colorido de localidad”, entregando así una obra menos imperfecta que Genio del Cristianismo.


Tampoco es casual que, ante el obispo copto de El Cairo, el joven Flaubert que realizaba su Viaje a Oriente fuera presentado como “un cawadja franzús que viaja por toda la tierra para instruirse”. Y es que, como ya censuraba Chamisso, “ahora parece que el dar la vuelta al mundo es uno de los requisitos de toda formación académica y en Inglaterra piensan ya en equipar un correo que por poco dinero lleva tras las huellas de Cook a los ociosos”. Se refiere, claro está, a esa modalidad de inspiración ilustrada y minoritaria conocida como el Grand Tour o el Gentleman’s Tour, que implantaron las clases altas de los países anglosajones y que pronto se extendió por toda Europa. El viaje a Oriente de Flaubert responde en parte a ese mismo motivo, si bien su forma varía notablemente dado que el escritor viaja tan sólo con un reducido grupo de amigos entre los que destaca el pintor Du Camp.




Sobre esta categoría o modalidad encontramos uno de los testimonios más completos en las páginas de Guía para viajeros inocentes, de Mark Twain –recientemente publicado en Ediciones del Viento; con anterioridad, hace bastantes años, había aparecido en la editorial Laertes bajo el título "Un yanqui por Europa camino de Tierra Santa"- donde el escritor reproduce íntegro el programa del viaje y comenta la novedad y expectación que a principios de 1867 había despertado en los diarios norteamericanos el anuncio de aquella “Excursión a Tierra Santa, Egipto, Crimea, Grecia y Lugares Intermedios Interesantes”. Ya en las palabras preliminares observamos el personal sesgo irónico que caracteriza a este escritor, cuando refiere cómo la noticia fue tema de todas las conversaciones de sobremesa durante una larga temporada, dado que no había existido otra excursión igual hasta entonces pues ésta tendría “una escala gigantesca”:

"...los participantes, digo, irían en un gran vapor con banderas desplegadas y estrepitosos cañones, disfrutarían de principescas vacaciones en el océano, en lejanas latitudes y en tierras famosas dentro de la historia. Navegarían varios meses seguidos por el tempestuoso Atlántico y el soleado Mediterráneo. Se desparramarían de día por las cubiertas, llenando el navío de risas y gritos o leerían novelas y versos a la sombra de los quitasoles, o acodados en la barandilla mirarían los peces y los barcos -las ballenas, los tiburones y otros extraños monstruos de las honduras-. Por la noche bailarían al aire libre, en la cubierta superior, ocupando el centro de un salón de baile que se extendería de horizonte a horizonte, bajo la cúpula del cielo, iluminado nada menos que por las estrellas y la luna... bailar y pasear y fumar y cantar y hacer la corte y buscar en el firmamento constelaciones que nunca estuvieron tan fastidiadas de su proximidad a la Osa Menor, a la Polar... Verían los buques de veinte marinas, las costumbres y aduanas de veinte curiosos países, las grandes ciudades de medio mundo. Se codearían con nobles y sostendrían amistosas charlas con reyes y príncipes, Grandes Mongoles y soberanos ungidos de poderosos imperios."

Respecto al programa del anuncio oficial, recortaré al menos estros primeros párrafos:

" Saliendo de Nueva York a primeros de junio, haremos ruta, suave y apaciblemente, a través del Atlántico y, pasando por el archipiélago de las Azores, llegaremos a San Miguel al cabo de unos diez días. Allí pasaremos un día o dos, gozando de los frutos y el paisaje de las islas y, tras tres o cuatro días de viaje, arribaremos a Gibraltar. Aquí nos detendremos un par de días o tres, visitando las fantásticas fortificaciones subterráneas, para lo cual se obtiene fácilmente permiso. Desde Gibraltar, costeando España y Francia, en tres días iremos a Marsella. Entonces larga escala para dar tiempo a visitar no sólo la ciudad, fundada 600 años antes de la era cristiana, y su puerto artificial, el mejor del Mediterráneo, sino para ir a París durante la gran Exposición y visitar la hermosa ciudad de Lyon, desde cuyas colinas pueden otearse, en días claros, el Mont-Blanc y los Alpes. Los viajeros que deseen permanecer más tiempo en París, pueden hacerlo pasando por Suiza, [y] reunirse en Génova con el resto de sus compañeros. De Marsella a Génova hay una noche. Los excursionistas tendrán ocasión de visitar la magnifica «ciudad de los palacios» y el sitio donde nació Colón, a diecinueve kilómetros de distancia, junto a una hermosa carretera construida por Napoleón I. Desde este punto podrán hacerse excursiones a Milán, a los lagos Mayor y Como, a Verona (famosa por sus extraordinarias fortificaciones), Padua y Venecia. O si se desea ver los frescos de Correggio en Parma y Bolonia, pueden ir por ferrocarril a Florencia y alcanzar el navío en Liorna, pasando así tres semanas en las más famosas ciudades artísticas de Italia. "

Lógicamente, en su crónica de la excursión Mark Twain rebajará considerablemente la excelencia de tan selecto viaje y, como Sterne, parodiará el noble propósito que alentaba aquellas travesías, afirmando que “deseamos aprender todas las maneras exóticas y curiosas de comportarse propias de los países por donde pasamos, con el fin de exhibirlas y asombrar a la gente de regreso a los E.U.” y “excitar la envidia de los amigos no viajeros con nuestros extraños modales extranjeros de los cuales no logramos desprendernos”.






De algunas de aquellas peripecias ya di cuenta en la entrada “Cuarentena” y creo que también en la de Venecia. Hay muchas más. Todas igual de divertidas. Hay también reflexiones más hondas ante esa incipiente forma de turismo, si no de masas, sí uniformizado. Viajar debería ser sinónimo de descubrir, que para Mark Twain supone el más noble gozo y el mayor orgullo, trátese de dar nacimiento a una idea, hallar un nuevo planeta, inventar una bisagra o averiguar la manera de que los relámpagos transmitan nuestros mensajes; lo esencial es ser el primero en hacer, decir o ver: “eso es lo que produce un gozo comparado con el cual los restantes placeres de la existencia resultan vulgares y sosos, triviales y de baratillo”. Y recordará a Morse, Gener, Howe, Daguerre o Cristóbal Colón, “en la cubierta de la Pinta, al asomar la cabeza sobre un mar de fábula y mirar un mundo desconocido”. Para Mark Twain esos son los hombres que realmente vivieron y entendieron de verdad lo que es el placer, porque “recorrieron siglos de éxtasis en un solo minuto”. Entonces se pregunta, desolado, qué puede ver, tocar, sentir, aprender, conocer, oír o descubrir en Roma que no haya antes estremecido a tantos otros. “Nada. Absolutamente nada”, se responde. Y por eso cree que allí muere uno de los encantos del viaje.


lunes, 12 de octubre de 2009

MARÍA ZAMBRANO

Marché de vacaciones llevándome un tomito de María Zambrano: "Las palabras del regreso": una selección de los artículos periodísticos que la escritora publicó a la vuelta del exilio (mayormente en el suplemento Culturas del desaparecido "Diario 16"), editados ahora por Mercedes Gómez Blesa en la colección "Letras Hispánicas", de Cátedra.







Y pensaba titular esta entrada "María en Mercedes", porque siempre me gustó mucho el título de un poemario de Félix de Azúa, "Edgar en Stephane" (Lumen, 1971), pero...

... a la vuelta me encontré con el libro de mi querida María Luisa Maillard, "Vida de María Zambrano", publicado por la Asociación Matritense de Mujeres Universitarias, y... se me complica la cosa.
El libro de María Luisa Maillard es una guía elemental e imprescindible para acceder al universo de la Zambrano, pues pertenece a una colección que trata de dar a conocer a aquellas mujeres que forman parte de nuestra memoria múltiple, y en la que algún día deberé entrar en lo que toca a Rosa Chacel.





Este verano leí atentamente "Las palabras del regreso", una buena síntesis del universo zambraniano, pues hay textos que versan sobre sus meditaciones filosóficas -el concepto de "razón mediadora", en la estela orteguiana de la razón vital, claro-, otros que tratan de reminiscencias varias (autobiografía del tiempo de la Guerra Civil, el exilio, la muerte del Caudillo y demás) y otros que versan sobre la obra de escritores "generacionales", maestros (Ortega, Valle-Inclán,Unamuno, Machado) o colegas y amigos (Cernuda, Corpus Barga, Alberti), además de artículos sobre el libro y la escritura.
No me sorprendió mucho nada de esto, la verdad, porque en lo tocante a los perfiles de esas criaturas, considero mucho mejores los textos de Rosa Chacel, quien sí dejó asentado el variado perfil de esos magisterios o de las aportaciones de los colegas. Aun así, es intereante el modo en que la Zambrano explica la deriva última de José Bergamín (girando en la órbita abertzale), el entrañable retrato de César Vallejo y de cómo su España, aparta de mí ese cáliz se editó en la imprenta que había en el Monasterio de Montserrat, durante la Guerra Civil. Y desde luego me encantó este apunte sobre Edith Piaf:

"Si una ciudad no tiene una vibración única, inconfundible, no es propiamente una ciudad de primer orden. Así, sin el escritor, y a veces sin la canción, una ciudad no lo es. Recuerdo que una vez en París, yendo por los bulevares, sobre un montón de zapatos viejos, vi a una mujer majestuosa y desgarrada a un tiempo. Yo no sé bien lo que decía, pero ella era París. Como París era Edith Piaf; que gracias a esa voz quebrada pero contenida, que nunca se desdecía pero que nunca avanzaba hacia lo más hondo, aunque lo parecía, llegó a ser casi el cante jondo de París." (p. 228)

También me gustaron sus líneas sobre la nostalgia como un sentimiento de ausencia y una reflexión sobre el Romanticismo que voy a explotar pronto en mis clases, además de los breves ensayos dedicados a Bécquer y a Rosalía de Castro, o el Temblor.