viernes, 21 de agosto de 2009

LUIS CERNUDA EN ASTURIAS

Releo el libro de Elena Garro, "Memorias de España, 1937", porque he de preparar algo donde necesariamente entrarán algunas de esas páginas. Lo releo con mucho cuidado, porque deberé calcular y seleccionar fragmentos que dialoguen con otros procedentes de muchos libros similares en su temática (pero distintos y peculiares cada uno), y combinar y...


Vuelvo a encontrar referencias esquivas (al principio) a Luis Cernuda, que no existía para la troupe de los intelectuales pro-soviéticos, pese a que se involucró como los demás en la "Guerra de España".

Hay un párrafo conmovedor y doloroso (porque claro, todos hemos leído después la correspondencia de Guillén-Salinas, y ¡qué maldad!, ¡cuánta envidia en las descalificaciones de la poesía de Cernuda! Menos mal que Ignacio Martínez de Pisón, en su magnífico "Enterrar a los muertos" (Seix Barral) también arroja luz sobre la verdadera condición o dimensión humana del poeta que pasa por. Hablo de Salinas, a quien también leo, malgrè lui)
Lo dicho: Tiempo de cerezas y enredos...



Decía que en el libro de Elena Garro hay un párrafo conmovedor. Porque esta chiquilla de diecisiete años a la que acusaban de "pequeñoburguesa" cuando delataba/censuraba según qué cosas, lo cuenta todo sin filtros: sólo desde la mirada ingenua y desprejuiciada que puede así encenderse y arder, o morir de pena (Bueno, el libro lo escribió muchos años después; al menos, se mezclan evocaciones posteriores, y algunas llegan hasta 1970). Y así, cuenta que

En Valencia, cuando me escapaba a la playa, veía todos los días a un inglés tendido sobre una toalla blanca y con un bañador azul. Nadie se bañaba, sólo aquel solitario y yo. Los chiringuitos estaban cerrados y la playa desolada. No fue él quien me dirigió la palabra, fui yo: "¿Usted es inglés?" "No, soy español." "Pues tiene un color más bonito que el mío", dije. "Es que hace más tiempo que vengo a la playa", contestó. "Yo casi no puedo venir. Estoy casada con un poeta y a esa gente no le gusta el deporte...", dije. El joven rubio enrojeció aún más: "Yo también soy poeta, me llamo Luis Cernuda", dijo. Casi no supe qué decir, pero vi que era verdad que Concha Albornoz era su única amiga.

Conocía de hace tiempo (mucho antes de que viniesen a historiarla según quiénes) la tarea desempeñada por Cernuda en el teatro de guerrillas, poniendo en marcha proyectos escénicos en los que intervenían, entre otros, la hermana pequeña de Rosa Chacel, Blanca. Fue Rosa quien me contó muchas cosas de Luis Cernuda, gran amigo, de ella y de Concha de Albornoz. De hecho, en la casona asturiana de los Albornoz (cerca de Luarca) pasaron algún verano... Concretamente el de 1935, cuando Cernuda anduvo por Castropol y Figueras con las Misiones Pedagógicas, junto con el pintor Gregorio Prieto. Hay una estupenda foto de Cernuda descansando en la "playa" de "los Cobos" (para nosotros, de críos, sólo un fangal), o acaso en San Román, pequeños recodos sólo accesibles en marea baja, en la senda que bordea la ría de Figueras a Castropol (que es la villa que se ve al fondo de la foto).




En el 32 había estado por aquí García Lorca. De pequeña, tuve el privilegio de escuchar a los mayores (mis abuelos ilustrados) contar maravillas de la gracia con que manejaba sus polichinelas, los cristobitas. Y lo prendado que estaba de la playa de Arnao (otra de las que frecuento, a escasos tres minutos en bici, y que estuvo a punto de fastidiarse cuando hace un par de años la "descubrió" doña Sonsoles, la presidenta consorte, que se pasó aquí unos días haciendo submarinismo y prometió volver aunque... en esta ocasión, bienvenida la logorrea de los políticos y sus promesas incumplidas). Y lo mucho que a Federico le había prestado después del baño cenar de pic-nic en el parque de La Marquesa, además de admirar las viejas piedras de Valledor y de las Cuatro Torres!

A ambos (a Lorca y a Cernuda, se entiende) les rindo cordial homenaje en una novela de momento inédita, porque aún ando retocándola... Pero hoy prefiero centrarme en Cernuda, quien, en el número 10 de Hora de España (octubre o noviembre de 1937, no la tengo a mano) publicó "En la costa de Santiniebla", un relato estremecedor en el que "reconstruye" las atrocidades sucedidas en esta ría-laguna Estigia (sobre los acantilados de Arnao, en el prao se instaló uno de los campos de concentración que forman parte de la leyenda negra de Asturias, si bien poco divulgada, porque esta parte del Principado es casi inexistente), imagino que a partir de los relatos de quienes habían logrado huir por mar y desde Francia volver a entrar en la España republicana, tras la caída del Frente Norte.

Cuando a la caída de una de esas largas tardes de verano se baja la senda que desde lo alto de la colina lleva hacia el malecón, el denso perfume del mar, el misterioso grito de las gaviotas sobre la brillante superficie de las aguas, sólo encrespadas allá, entre las sombrías rocas que guardan la entrada de la ría, entonces yo os aseguro que poco accesible será a la naturaleza quien no sienta sus pupilas enturbiadas por las lágrimas.

Dicen que la grandeza y la hermosura de este paisaje a punto estuvieron de hacerle enfermar de tristeza, porque la lluvia y la niebla que un tiempo habían seducido al adolescente Cernuda habían ya perdido parte de su morboso encanto.

Y sin embargo... en julio agradezco los días soleados y los atardeceres lentos y luminosos. Pero en agosto celebro la llegada de dos o tres días de lluvia dulce e incesante, que me devuelve el silencio. Este año, además, tuvimos una primera semana de agosto... tormentosa y disuasoria (llamésmola así). Vinieron después casi quince días seguidos de bonanza en los que me sentí tan indolente como el prota del relato homónimo de Cernuda.
Después...

viernes, 14 de agosto de 2009

JAVIER MARÍAS


Podría hacer una larga entrada contando las mil anécdotas que solían suceder en casa los domingos en la familiar batalla por hacerse con una parte de los periódicos y sus suplementos. Y podría relatar los varios comentarios que indefectiblemente suscitan las entregas de Javier Marías, reunidas ahora las más recientes en un nuevo tomo, Lo que no vengo a decir (Alfaguara), que según escribe su autor en el prólogo, también podría haberse titulado “El pelma ante los plasmas” (que describiría la sensación que a menudo tiene al escribir) o “Debo preocuparme”, no menos adecuado, como otros posibles títulos igual de acertados.
Lo que no vengo a decir reúne artículos previamente publicados en “El País Semanal” entre febrero de 2007 y febrero de 2009.

La crítica de la conducta incívica, grosera o simplemente despreciable de los españoles, nuestro indesterrable mal gusto, el trastrueque de valores que se viene operando en nuestra sociedad a un ritmo frenético, la enfermedad moral apreciable en tanta desfachatez y cinismo como los que nos dispensan los políticos (contra quienes Marías dispara incesantemente sus dardos: “Con nuestros votos imbéciles”), la Iglesia con la que tropezó Marías en anteriores ocasiones (“No católicos sino catolicistas”), la general imbecilidad, apatía o indiferencia al lado de las necias tolerancias o sobre “El muy español afán por cargárselo todo”... son algunos de los temas tratados en estos artículos, algunas de cuyas páginas rezuman el pesimismo y la amargura de Larra.

Pero también encontramos en ellas la ironía, el humor, la parodia y la comicidad expresados en un lenguaje que Javier Marías maneja con tan elegante naturalidad como envidiable precisión porque ante el lenguaje siempre mantiene él una indesmayable vigilancia; por eso manifiesta abiertamente su irritación hacia aquellos que lo plagan de tópicos, lugares comunes o expresiones manidas y pretenciosas.

Igualmente divertidos son los artículos que tratan del disparatado funcionamiento de nuestros servicios públicos o de ciertas instituciones (“La peligrosa sensación de estafa circundante”), los que pintan estampas de la vida cotidiana en Madrid o cualquier otro despropósito más o menos absurdo.

Otros artículos desprenden cordialidad, gratitud, amistad, reconocimiento, amor, respeto (si en ellos Marías habla de amigos y maestros). Y es que, como ya se ha escrito, hay mucho de diario involuntario en los mil detalles recogidos semana tras semana en estos artículos.

Recuerdo todo esto porque en verano hay el tiempo necesario para adueñarse de una manera más cívica de los anoréxicos diarios y suplementos. Y porque en agosto desaparece la voz de Javier Marías de su marco semanal, y por eso aprovecho para completar esa ausencia con este reciente tomo.

domingo, 9 de agosto de 2009

SI TE DICEN QUE CAÍ

Ha sido una semana bastante lluviosa la que acabamos de dejar atrás, más propia de finales de agosto que no del inicio, sino del estío, sí de las vacaciones. Con lo cual, he podido avanzar en la edición que preparo para la editorial Cátedra de la novela de Juan Marsé Si te dicen que caí, de cuya oscura historia reproduzco una ¿divertida? anécdota.



Consciente de que la censura franquista no permitiría la publicación de Si te dicen que caí, en 1973 Juan Marsé decide enviar su novela al recién creado Premio Internacional de Novela “México” con la intención de que, si no en España, apareciera al menos en el ámbito hispano-parlante. Si te dicen que caí, “una novela explosiva en lo político, lo psicológico y lo erótico” –como la definió Vargas Llosa, miembro del jurado-, fue publicada en Méjico por la Editorial Novaro, patrocinadora del certamen. En el otoño de 1973, la editorial Seix Barral presentó un ejemplar de la novela a consulta previa de la censura, que fue devuelto acompañado de dos informes. En uno se denegaba la autorización; en otro se autorizaba la publicación, pero con supresiones que afectaban a sesenta y una páginas del libro. Reproduzco el primero de ellos, por lo que tiene de documento histórico y también para regocijo del lector, ya que me parece una pieza soberbia por más de una razón:


Consideramos esta novela, sencillamente, imposible de autorizar. Hemos señalado insultos al yugo y las flechas a los que llama “la araña negra” en las páginas 17-21-75-155-178-202-252-274-291-309. Escenas de torturas por la Guardia Civil o por falangistas en las páginas 177-178-225-292-304-305-335. Alusiones inadmisibles a la Guardia Civil en páginas 277-278. Obscenidades y escenas pornográficas en las páginas 15-21-25-26-27-29. Escenas políticas en 29-30 e irreverencia grave en la 107. Pero después de quitado todo esto, la novela sigue siendo una pura porquería. Es la historia de unos chicos que en la postguerra viven de mala manera, terminan en rojos pistoleros atracadores, van muriendo… todo ello mezclado con putas, maricones, gente de mala vida… Puede que muy realista pero que da una imagen muy deformada, casi calumniosa de la España, de la postguerra. Sólo si hubiéramos tachado todo lo que habla de pajas y pajilleras en los cines, no quedaría ni la mitad de la novela. La consideramos por tanto DENEGABLE.



Tras una historia rocambolesca (que un día contaré), a princios de 1976, se publica la primera edición española, de reducido número de ejemplares en previsión de un secuestro que, en efecto, no tardó en llegar. Como escribió el propio autor, el último gobierno de Franco y el primero de la Monarquía tuvieron miedo a esta novela que es “la memoria de un pueblo”. De aquel episodio dio cuenta el propio Marsé en una de sus Confidencias de un chorizo, “La aventi secuestrada (Carta de Sarnita al chorizo)”:


Y otra cosa quiero que sepas, compañero de musarañas y de patrañas secuestrables: no renuncio en mis aventis, siempre que haga el caso, a vengarme de un sistema que saqueó y falseó mi niñez y mi adolescencia, el sol de mis esquinas. Yo no olvido ni perdono, díselo a tu comi y a quien rasque. Díselo. Y diles a esos timoratos otra cosa que no saben: que detrás del supuesto huracán de intenciones de una novela suele silbar el viento perdido de la infancia común y corriente, sólo eso. Pero que si ellos se empeñan en politizar la cosa, que apechuguen mañana con las consecuencias. Porque, si antes no me muero de aburrimiento o de asco, pienso seguir contando no una aventi, sino diez, veinte, treinta, las que haga falta, según mi real criterio y mi repajolera gana de hacerlo, y al que le pique que se rasque, repito. O séase: aunque pueda parecer una manifestación de arrogancia, lo diré: tarde o temprano, el poder político tendrá que rendir cuentas a esta memoria colectiva que, quiérase o no, acabará por imponerse. Y que tú y yo lo veamos, chico, y con la barriga llena a ser posible. (Por cierto, ¿por qué no me invitas un día a desayunar cortaditos con tu comi?, estoy en las últimas.) O séase: el que avisa no es traidor. En medio de tanta burricie e intolerancia, me tomo un carajillo. Por lo demás, camarada, que les den muy por el saco a todos. Y en tanto el poder sigue usufructuando en exclusiva la memoria de unos hechos que nos pertenecen, arrebatándonos las señas de identidad y prohibiéndonos hacer el recuento de lo ocurrido, bríndate por nosotros, por nuestras humildes aventis y por nuestra insobornable voluntad de contárselas a quien quiera oírlas. Recibe un abrazo de tu colega en patrañas y aventuras. Sarnita.1





1 MARSÉ, J., Confidencias de un chorizo. Barcelona, Planeta, 1977, p. 174.



lunes, 3 de agosto de 2009

VACÍO Y LOCURA (DE AMOR)

Leo dos recientes relatos de Ray Loriga, Los oficiales y El destino de Cordelia (El Aleph), y recuerdo su anterior novela, y repaso lo que entonces escribí (que quedó inédito).

Por lo general, no es fácil proyectar la obra narrativa de Ray Loriga sobre una tradición concreta ni tampoco sobre una particular tendencia etiquetada en los estudios genológicos o admitida en el canon (menos aún si pertenecen a la rama troncal de lo hispánico), aunque lo cierto es que suelen percibirse destellos reconocibles.



Cuando leía Ya sólo habla de amor, el carácter quijotesco del conflicto que asuela a Sebastián, el protagonista de esta novela, me llevó a recordar unos pasajes de las Meditaciones del Quijote, de Ortega y Gasset, y muy especialmente las contenidas en el apartado 17 del ensayo, donde la condición heroica se vincula a un destino trágico. Héroe es, escribe Ortega, “quien quiere ser él mismo. La raíz de lo heroico hállase, pues, en un acto real de voluntad […]. La voluntad –ese objeto paradoxal que empieza en la realidad y acaba en lo ideal, pues sólo se quiere lo que no es- es el tema trágico”. Y tras recomendar no detenernos en la tragedia griega, donde es la derrota y la muerte del héroe a consecuencia de una fatalidad excesivamente determinista lo que confiere el status trágico, propone Ortega otra aproximación: “es esencial al héroe querer su trágico destino”. El sentido de este querer también lo explicitó el filósofo: el hombre no elige su destino, pero sí puede elegir serle o no serle fiel; es decir, quererlo o no.

Y si esto es así (que lo es), si un héroe es aquel que quiere ser él mismo (criaturas alentadas por una “pretensión proyectiva”) podemos ya de entrada tildar al Sebastián de Ray Loriga de antihéroe porque si “alguien le hubiese preguntado quien no quería ser, hubiese contestado sin dudarlo, Sebastián. Y sin embargo se adoraba. Como se adora todo lo que se imagina, pero no se posee”. Por eso (o, y sin embargo) necesita crearse un alter ego, Ramón Alaya: un jugador de polo argentino y una celebridad en las revistas del corazón, un personaje ficticio inspirado en el detestable abogado que le descuartizó en su divorcio y que, en realidad, es una antítesis de la función que debería encarnar.




Sebastián es un antihéroe, pero de la modernidad (nada de los pícaros clásicos ni del posterior self made man): un héroe de la inacción, que se define a partir de las carencias, el desengaño y la derrota; un ser corroído por la duda (“¡Dónde está el Dios de los que dudan, cuando los que dudan lo necesitan!”), la apatía y la abulia (“Corregía sin cesar lo que otros hacían, pero no presentaba el resultado de su esfuerzo, ni tenía interés en demostrar que su pericia era mayor que la de nadie”), y la culpa “que le crece en la piel como una sarna”. Sebastián es un alma apagada (“y sin embargo no del todo discapacitada para la arrogancia”), que en estos momentos de crisis y de locura de amor lleva una vida rigurosamente inútil (la libertad perdida), cuya única cualidad positiva se reduce a “la fe con la que había levantado cada una de sus incapacidades”.



Ya adivinarán que el NO es su emblema, pero la suya es una negación que proviene de la derrota y no de la rebeldía. El Sebastián de Ya sólo habla de amor es un hermano pequeño de algunos de los grandes personajes que a lo largo del XIX hurgaron en el malestar nihilista –mal du siècle, ennui, weltschmerz o tedio-, enfermedad que, con la posterior y decisiva ayuda de Nietzsche, infecta al “enfermo” de Azorín, al Andrés Hurtado de Baroja o al Eugenio Rodero de Unamuno. Pero la estirpe no acaba ahí. Hubo una larga década (el periodo de entreguerras) durante la cual, por la literatura europea paseaban criaturas que encarnaban la poetización de un tiempo neutro y cotidiano, personajes que, si no idénticos entre sí, presentaban un peculiar aire de familia que marcaba a toda una casta: el hombre sin atributos (tal vez el primero en tomar el testigo que llegaba del XIX), l’uomo qualunque o, en nuestras letras, el hombre deshabitado (de Alberti), la sombra sin espíritu (de Francisco Ayala) o el Arturo-Nadie (de Jarnés): personajes que, si bien no dudaban de su existencia, la contemplaban y la consideraban en su ir y venir, queriendo hacer de ella, de su vida cotidiana, algo transcendente. Después llegarían Sartre y los suyos.

Desde esta perspectiva he leído la peripecia del Sebastián (un nombre nada inocente, por cierto, ya que en el personaje de Loriga también hay voluntad de apostolado –moderado- y sobre todo vocación de martirio) que deambula por las páginas de Ya sólo habla de amor. Advierto que en el desenlace (la resolución del conflicto existencial con la posterior salida de un vacío demoledor y de pulsión suicida) el autor rebaja algo las exigencias, pues es el encuentro con un joven suizo mundano y frívolo lo que arranca a Sebastián de su impasse. Hay que volver a la cita de Pavese que encabeza la novela para reconciliarse con esa parte final: “El sentimentalismo no se corrige volviéndose cínico, sino volviéndose serio”. Pero tiene sentido.





Y debe reconocerse la voluntad o el esfuerzo (literario, ¡ojo!) que hay en Ya sólo habla de amor por traer a nuestro presente un prototipo humano emparentado con una prestigiosa estirpe literaria. Es decir, actualizarlo: construirlo con señas de identidad próximas en el tiempo (en todos sus planos: social, político, estético) y expresarlo en un estilo afín y coherente, que no admite concesiones ni pactos espúreos, aun por seco y árido que, por momentos, pueda resultar, ya que son leit motif recurrentes los “No tenía”, “No había pues en Sebastián”, “No es casualidad que”, “con tal de no”, “No se le escapaba que”, “no es, en cualquier caso”, “no cabe más que”, “no tenía ningún juicio”, “ninguna virtud que no pudiese”, “tampoco”…
Pero en esta congruencia reconocemos una voluntad (literaria) de no condescender con lo fácil y conveniente...