miércoles, 29 de abril de 2009

ANUNCIOS

Releo a Larra para mis clases y en su primer artículo, "El café", encuentro estas líneas sobre el lenguaje de los anuncios (publicitarios) en la prensa de la época, que le lleva a arremeter contra la dejadez de algunos periodistas :

...si podía haber criticado al señor diarista por los anuncios que le dan, para redactarlos de modo que no hagan reír, como cuando nos dice que se venden "zapatos para muchachos rusos", "pantalones para hombres lisos", "escarpines de mujer de cabra" y "elásticas de hombre de algodón". Cuando anuncia que el sombrerero Fulano de Tal, "deseando acabar cuanto antes con su corta existencia, se propone dar sus sombreros más baratos"; que "una señora viuda quisiera entrar en una casa en clase de doncella, y que sabe todo lo perteneciente a este estado".




Por supuesto, en el artículo de Larra hay otros ejemplos, igual de divertidos o más.


Estas líneas me recordaron otros "anuncios" o "letreros" recientes que hace unos meses me mandó mi querida Noemí Carrasco, bajo el epígrafe "Notas parroquiales". Son, al parecer, y aunque cueste creerlo, verídicos. Y proceden de letreros o anuncios o avisos colgados en nuestras parroquias en tiempos recientes.


¡Ay, Diox! ¡La sintaxis!



"Para cuantos entre Ustedes tienen hijos y no lo saben, tenemos en la parroquia una zona arreglada para niños"



"El próximo jueves, a las cinco de la tarde, se reunirá el grupo de las mamás. Aquellas señoras que deseen entrar a formar parte de las mamás, por favor, se dirijan al párroco en su despacho."



"El grupo de la recuperación de la confianza en sí mismos se reúne el jueves por la tarde, a las ocho. Por favor, para entrar usen la puerta trasera."



"El viernes, a las siete, los niños del Oratorio representarán la obra Hamlet de Shakespeare, en el salón de la iglesia. Se invita a toda la comunidad a tomar parte en esta tragedia."



"Estimadas señoras, ¡no se olviden de la venta de beneficencia! Es una buena ocasión para librarse de aquellas cosas inútiles que estorban en casa. Traigan a sus maridos.


"El coro de los mayores de sesenta años se suspenderá durante todo el verano, con agradecimiento por parte de toda la parroquia."


"Tema de la catequesis de hoy: Jesús camina sobre las aguas. Catequesis de mañana: En búsqueda de Jesús."


"Por favor, pongan sus limosnas en el sobre, junto con los difuntos que deseen que recordemos."


"El párroco encenderá su vela en la del altar. El diácono encenderá la suya en la del párroco, y luego encenderá uno por uno a todos los fieles de la primera fila."

lunes, 27 de abril de 2009

UNA APASIONADA DE LA LIBERTAD

Siempre hago un hueco en mis clasea de Romanticismo para hablar de Madame de Stäel. Normalmente para tratar de su célebre Alemania, per ahora que se acaba de reeditar Diez años de exilio (Traducción y prólogo de Laia Quílez y Julieta Yelin. Barcelona, Lumen, 2007. 348 páginas), pues con más razón
Hija del célebre banquero y ministro de Hacienda de Luis XIV, Anna Louise Germaine de Stäel, nace en París en 1776 y desde muy niña asistió a las reuniones que se celebraban en el salón de la casa natal, donde concurría lo más selecto de la intelectualidad francesa del XVIII: Voltaire, Rousseau, Diderot, D’Alembert, Saint-Pierre, Condorcet y tantos otros. Naturalmente, este ambiente intelectual y mundano influye de manera profunda en la forja del carácter de la joven, sin impedirle llegar a ser una mujer de su tiempo, es decir, de la nueva época, marcada por la oleada romántica.



No es de extrañar, pues, que con semejantes precedentes, ocurra lo que ocurra. La Stäel se autoproclama una apasionada de la libertad en todos sus órdenes: político, intelectual, vital, estético… y su vida nos confirma la verdad de ese principio, hasta el punto de ver en sus infortunios una consecuencia directa de esa defensa directa de la libertad, impracticable ya en la Francia napoleónica que traicionaba el ideario de la Revolución. Stäel reconoce sin ambages la admiración inicial que le causó el futuro emperador: “Mientras el general Bonaparte se daba a conocer por sus campañas en Italia, yo sentía por él un vivísimo entusiasmo [pues sus proclamaciones] estaban orientadas a inspirar confianza en él. Reinaba en ellas un tono de nobleza y moderación que contrastaba con la afectación revolucionaria de los jefes civiles de Francia. El guerrero hablaba entonces como un magistrado….”. Antes, sin embargo, nos había avisado de que sus relaciones con él le habían permitido conocerle “mucho antes de que Europa haya comprendido la clave del enigma, dejándose, en su ignorancia, devorar por la esfinge”.

Así arranca Diez años de destierro, libro en el que la autora se propone narrar lo vivido durante esa etapa de su vida que se inicia el 10 de febrero de 1803, pero no para que se hable de ella, pues “las desgracias sufridas, por mucha amargura que me hayan causado, son poca cosa al lado de los desastres públicos de los que hoy somos testigos”. El libro se divide en dos partes, redactadas cada una en distintos periodos: la primera, que comprende la etapa 1800-1804 y se interrumpe tras la muerte del padre de la autora, fue escrita en la residencia familiar de Coppet (Suiza) en 1810, después de la prohibición de editar en Francia su libro Alemania; la segunda comienza en 1810, narra el posterior exilio en Austria, Rusia y Suecia, país este último donde inicia la redacción de esta parte del libro, antes de partir para Inglaterra.





Cada una de las partes tiene unas características precisas. En la primera, sobresale el espléndido retrato de Napoleón. Y no sólo me refiero al retrato formal propiamente dicho que ocupa una página y media, pese a ser en verdad espléndido, y que tiene una magnífica apostilla más adelante, cuando de la estampa trazada Stäel recorta su sonrisa y escribe: “Han alabado su sonrisa calificándola de agradable; sin embargo, creo que hubiera resultado soberanamente desagradable en cualquier otro, pues su sonrisa, que rompía por un instante su habitual seriedad, parecía más un resorte que un movimiento natural, y la expresión de sus ojos nunca estaba de acuerdo con la de su boca. Pero como al sonreír tranquilizaba a quienes le rodeaban, llegaron a tomar por encanto el alivio que con ella producía”.


Pero hay además aquí otro retrato que se va trazando de forma intermitente a partir de la relación de los sucesos históricos –la invasión de Suiza, el 18 Brumario, la campaña de Italia, el Concordato con el Vaticano, los diversos acontecimientos de 1802-, del recuento de pequeños episodios y anécdotas o de la evocación y reflexión en torno a la persona y su dimensión humana y nos moral. Se nos da así una estremecedora pintura moral de Bonaparte, pues Madame de Stäel revela el sentimiento de temor que inspira, “que se convierte en sumisión en las almas débiles” y que en ningún momento, ya desde la época en que se apropió del poder “ha cesado de ser el sortilegio del que Bonaparte se ha servido para oprimir a Francia”; señala el imperturbable egoísmo apóstata en que se asienta su fuerza, egoísmo “que ni la piedad, la seducción, la religión o la moral pueden desviar un instante de su dirección”; la arbitrariedad ilimitada, “que hacía pender la existencia de todos de la voluntad de uno”; o el disimulo que no impide advertir otros dos rasgos caracterizadores: “la sangre fría ante el destino y el desprecio por la especie humana”. Tampoco se olvida de cuestionar su supuesta habilidad como estratega militar ni de censurar la impermeabilidad de Bonaparte para las cualidades morales -que “no tienen ninguna influencia sobre su alma”, por ser un hombre “que cree que sólo existe su propio interés y considera todo lo dicho sobre la moral y la sinceridad como meras fórmulas de cortesía”- y su profundo desprecio por las riquezas intelectuales: “la virtud, la dignidad del alma, la religión y el entusiasmo son a sus ojos, utilizando una de sus expresiones favoritas, los eternos enemigos del continente”. Denuncia asimismo su misoginia, su vanidad, su control absoluto de la prensa y los distintos resortes en que basa su astucia: la adopción de cierto aire de bondad, el dar esperanzas a todos los partidos para recabar su apoyo, la hipocresía. Y desde luego, mención aparte merece el juicio que formula sobre sus dotes de orador –“su estilo de distracción política no se basa en el silencio sino en un torbellino de discursos contradictorios que vuelve factibles las ideas más opuestas”-, y la atención especial que le presta al análisis de las proclamas napoleónicas, que, además de estrambóticas, le parecen “una enciclopedia de contradicciones”. Hay, por último, una elocuente analogía que muy bien sirve para cerrar este retrato: “En una chatarrería de San Petersburgo quedé sobrecogida ante la violencia de las máquinas, movidas por una sola voluntad. Los martillos y los yunques parecían personas o, más bien, animales depredadores contra cuya fuerza sería inútil luchar. Sin embargo, todo ese furor aparente estaba calculado, el movimiento de un solo brazo ponía en movimiento todo el mecanismo. Tal es la imagen que me aparece cuando pienso en la tiranía de Bonaparte”.



La segunda parte de Diez años de destierro cubre esa experiencia propiamente dicha. Arranca con el voluntario alejamiento de París ante el disgusto que a Madame de Stäel le producía la situación política, y prosigue con la relación del confinamiento obligado –y es un prodigio de sarcasmo el análisis de la orden de destierro que le fue remitida- y el progresivo cerco y las represalias que se extienden a cuantos formaban parte de su círculo de amistades: Benjamin Constant, Schlegel (preceptor de sus hijos), Madame Recamier… e incluso los miembros de una orden religiosa trapense cuyo monasterio visita durante una pequeña excursión. “Recurrí al opio para aliviar durante algunas horas la angustia que me consumía”, escribe al confesar el insoportable sentimiento de culpa, pues el libro no escatima la expresión de los sentimientos y el estado de ánimo, abriéndose a la intimidad. Completa esta segunda parte la huida de Suiza y el regugio en Austria, Rusia y Suecia.

Por último, celebrar la edición de un libro del que en España contábamos tan sólo con una excelente traducción realizada por Manuel Azaña en 1919 para Espasa-Calpe, pero basada en una edición retocada (y considerablemente purgada de todas las cuestiones políticas) que el hijo de la escritora, Auguste de Stäel, había hecho para las Obras Completas de 1921. Ahora, Laia Quílez y Julieta Yelin, para su versión, han seguido la rigurosa edición francesa de 1996.


domingo, 26 de abril de 2009

MARSÉ & STEVENSON

No fue intencionado, de verdad.
Sucede que cuando viajo, viajo: es decir, cuando he de estar ocho días fuera de casa, sin más recursos que una maleta... y ello sucede en una primavera-invierno como esta que todos maldecimos, pues... Si a ello le sumamos los compromisos obligados....
Total que me fui a Madrid-Alcalá con poquitos libros, como ya sabéis que acostumbro a hacer. Si bien una cosa es un finde y otra una semana entera, llena de compromisos.
En estos casos, me aferro a los clásicos.
(¡Vaya! El impremeditado pareado lo estropea todo, pero no estoy dispuesta a corregirlo. Es lo que hay, cuando... estoy recién llegada de una semana pletórica y... algo atascada, por saturación)

Me aferro a los clásicos, lo que equivale a decir a mis libritos portátiles... Y esta vez le tocó a Stevenson, al volumen "Virginibus puerisque y otros ensayos" (Madrid, Alianza Editorial, 1994).




Claro es que yo había ojeado el librito al comprarlo. Y recuerdo que leí y fiché lo relativo al Viaje, tan de Stevenson.
Pero a Alcalá-Madrid me llevé el tomito antiguo dispuesta a releerlo de cabo a rabo. Y en uno de los ensayos, cuyo título no reproduzco porque la actual situación económica... (daría pie a que algunos ignorantes me tratasen de snob o de bohemia, como lo hacen ciertos anónimos) leí estas líneas que le repetí a Juan Marsé en el Coloquio que ayer viernes mantuvimos en la Universidad de Alcalá (ya fuera de los focos, pero, eso sí, acompañados de maestros y amigos como Joan de Sagarra, Josep Martí Gómez, Antonio Pérez, Roberto Bodegas, Luis Izquierdo y.... yo).




Le dije: Juan, me he traído este librito de Stevenson, pero nada que ver con La isla del tesoro, título de referencia y del que JM guarda docenas de ejemplares, porque....

Y le conté que había traído el libro para los alumnos (y los corresponsales del blog: es decir, los jóvenes), pero al llegar a un ensayo donde leía:

No es este el momento de extenderme en hablar de ese poderoso lugar de educación -la calle- que fue la escuela favorita de Dickens y Balzac y hace cada año muchos oscuros maestros en la ciencia de la Vida. Baste con esto: el muchacho que no aprende en la calle es que no tiene facultades para aprender.


Y sí, todos sabemos que aquellas calles no son repetibles, pero aun así reconocemos, con Stevenson, que:

... los hechos palpitantes y calientes de la vida los aprendemos a nuestro alrededor sin más trabajo que mirar en torno (p. 92). Y también sabemos, o sospechamos que cierta facultad para la vagancia implica un universal apetito y un fuerte sentido de la identidad personal (pág.93).

P.D. Lo dicho: leer. Y recordar las lecturas entre todos.

sábado, 18 de abril de 2009

CARMIÑA

Ahora que he vuelto y me replanteo las clases (¿cómo sprintar en estas escasas semanas que nos quedan?) y recuerdo… Creo que, en el fondo (y por extraño que, a primera vista resulte), de Carmen Martín Gaite les hablo más a mis alumnos de siglo XVIII que a los del XX, dado que en este curso aún ando por 1914 (más o menos) y dado que fue la escritora salmantina la que me acompañó tanto en casa como nada más pisar la Universidad, con su Antología del Teatro Crítico Universal, del bendito Feijoo (Alianza Editorial), hoy inexplicablemente descatalogada. Fue ella quien nos quitó “el miedo a lo gris” y nos enseñó otro modo de acercarnos al siglo XVIII: fuera a partir del maravilloso ensayo sobre los usos amorosos de aquella edad de la razón o bien a partir de la experiencia de Macanaz, otro paciente de la Inquisición. Y sí, cuando daba formas narrativas les hacía leer a los alumnos, entre otros títulos, El cuento de nunca acabar (Destino), donde CMG nos da mucho juego.
Y es esta otra faceta de la escritora la que quiero recordar hoy: su lucidez de lectora, sus brillantes y seductores análisis, sus ensayos. Los mejores escritores (independientemente de que se haya publicado-divulgado o no) suelen tener detrás un ensayismo crítico chapeau del que todos aprendemos bastante más de lo necesario y debido.

Quiero recordar la última recopilación ensayística de Carmen Martín Gaite, reproduciendo la reseñe que en 2002 (¡Diox! maldito tiempo) publiqué sobre Tirando del hilo (Editorial Siruela), titulada “Con el cuaderno repleto” (en “Letras Libres”).



"Llevan su cuaderno en blanco, siempre esperando verlo lleno mañana. Se acompañan unos a otros, se arropan, se dan concordia", escribe Carmen Martín Gaite, en una página de sus Cuadernos de todo, a propósito de los amigos jóvenes con quienes se relaciona y a los que desearía preguntar por el paso del tiempo, averiguar si acaso ellos perciben también la celeridad angustiosa de la vida o si, por el contrario, siguen alegremente asomados a ese abismo como ella lo hacía a sus veinte años. Pero enseguida advierte Carmiña lo inútil y acaso absurdo de tal pregunta y la desecha porque los jóvenes no podrían entenderla dado que "no saben los peligros de bifurcación que por el camino les acechan, y ese ruido que yo oigo como una tormenta marina de reflujo ensordecedor a ellos les excita y les da confianza y deseo para esperar y sanar, para restañar cualquier decepción. Llevan su cuaderno en blanco..."
Carmen Martín Gaite ya estaba entonces llenando el tercero de sus Cuadernos de todo (que abarca de diciembre de 1963 a agosto de 1967), iniciados en 1961 y que en total suman ochenta, de los cuales se editan ahora, parcialmente, treinta y seis de ellos, con anotaciones que se prolongan hasta 1992. Aun siendo desiguales en su fisonomía interna y en la regularidad e intensidad de los contenidos, en su conjunto retratan a una escritora apasionadamente entregada al oficio de vivir y de escribir. Parte de esta imagen ya la conocía el lector asiduo de CMG, pues más de una vez la escritora se autorretrató en su attelier y describió con detalle esos cuadernos de los que, una vez nacidos a la vida y a la escritura, ya no se desligaría. Lo hizo en un capítulo de El cuento de nunca acabar, ese espléndido ensayo sobre la narración, de cuya génesis y pugna por llegar a ser el lector tiene ahora puntual cuenta, dado que los tanteos, esbozos y materiales que lo integrarían se cobijaron inicialmente en estas páginas. Por eso, echo de menos en la edición una referencia más explícita a este capítulo quinto de El cuento de nunca acabar, donde los Cuadernos de todo, con su rotunda presencia, cobran pleno sentido para la tarea a la que se entregaba por entonces la autora, que escribe: "...la presencia física de mis cuadernos aquí sobre la mesa es un vicio del que no soy capaz de prescindir. Son muchos, cada cual con una fisonomía peculiar que me evoca determinadas vicisitudes de su historia [...]. Los miro aquí, desplegados encima de la mesa como una baraja infantil: el de las florecitas, el del arquero, el portugués, el cuaderno de todo número cuatro, el del otoño de Simancas, el cuaderno dragón".


Hay que celebrar además la cuidada y exquisita edición de estos cuadernos cuya lectura nos permite pasear por la vida y repasar la obra de CMG, pues con ella viajaron por bibliotecas (singularmente, la del Ateneo madrileño, durante los años entregados a dar voz a Macanaz, ese otro paciente de la Inquisición) y archivos; en trenes y autobuses, generando en ocasiones interesantísimos relatos de viaje escritos sobre la marcha (de Madrid a Segovia o a El Boalo, de Washington a Philadelphia o de Dublín a Cork, por ejemplo) durante los cuales la autora descubre la fecundidad de ese modo de escritura espontánea y fragmentaria, más próxima al relato oral, paradójicamente elíptica y simultaneísta a la vez, y modo tan hermanado con su última etapa narrativa, porque la ventaja de escribir así es que "no tengo tanto que hacer ejercicios literarios sobre sentimientos cuanto decir la verdad, adecuar las relaciones visuales, engarzarlas con las conexiones de la memoria y aprovechar la invención formal que vaya surgiendo de este ejercicio. Montarse en marcha, encabalgar las impresiones verdaderas, indiscutibles porque la mirada y la inteligencia de ese momento las refrendan".
Una vez redescubierto el placer de escribir en los más insospechados lugares, los comentarios a lecturas, las notas para las obras en marcha, las reflexiones sobre el amor o la mentira vertidas en los Cuadernos se salvarán del "plano de los olimpos académicos" y vivirán fragmentados contra las esquinas de la ciudad, respirarán el aire del campo o la contaminación urbana y espejearán "en los rostros de la gente que va recogiendo mi discurso y en los vasos de vino que van ayudando a entretener el viaje".


Muchas de esas notas van ligadas a un Café -el Gijón, omnipresente- y fueron escritas mientras la autora esperaba a alguien, o a otros espacios -el cuarto azul, la habitación de su hija Marta- que perfilan el día a día -un domingo de Resurrección en Segovia, una estancia en el balneario de Archena-, la circunstancia personal, la extrañeza y el milagro de vivir registrado en páginas que a ratos incurren en la escritura diarística, incluyendo fechas, de lo cual las salva la profunda desconfianza que CMG siente hacia un género literario tan a menudo fabricado con el pie forzado de la obligatoriedad y el calendario, género que siempre se queda atrasado porque "el tiempo corre más que el pensamiento" y cuya materia -lo cotidiano- no siempre le parece a la autora digna de pervivencia: "Gracias a que no me he propuesto escribir un diario, puedo volver a este cuaderno de forma gratuita y placentera, sin el agobio de no haber anotado a su tiempo tal cosa o la otra. Ya hace años que me barrunté la falacia de los diarios concebidos como un reflejo más o menos fiel del encadenamiento temporal con que se sucedieron los hechos que registran".
Así, sólo parcialmente encontramos aquí anotaciones propias del Diario de un escritor, con su mezcla de cuaderno de bitácora (un vasto conjunto de anotaciones que iluminan la génesis, el plan y el desarrollo de ensayos y novelas, breves apuntes de proyectos o "ideas para" un cuento u otro texto) y de borrador o primeros esbozos de amplios pasajes de Retahílas, El cuarto de atrás, La Reina de las Nieves, etc. Y hay asimismo la imagen de la extraordinaria lectora que fue CMG, con reflexiones sobre libros que nutrieron la obra propia o bien sobre otros de los que dio pública noticia en sus colaboraciones en la prensa: novelas de Pombo, Umbral, Marsé, Rosa Chacel, Vargas Llosa, Lawrence, Gide, Austin... Es más, estos cuadernos surgieron también "cuando me vi en la necesidad de trasladar al papel los diálogos internos que mantenía con los autores de los libros que leía, o sea convertir aquella conversación en sordina en algo que realmente se produjera. Los libros te disparan a pensar. Debían tener hojas en blanco en medio para que el diálogo se hiciera más vivo".

Vivísimo es el diálogo que el lector de los Cuadernos de todo entabla con la excepcional mujer que fue Carmen Martín Gaite. Porque a la escritora y a la lectora ya la conocíamos. Y ahora, en estas páginas la vemos como madre, esposa, amante, amiga... Percibimos sus estados de ánimo, sus pensamientos, sus figuraciones, sus sueños, que se van abriendo paso, sobre todo, en la segunda mitad de este volumen y cuya narración es cada vez más frecuente. También sus luchas. La faceta más secreta o silenciada corresponde precisamente a los cuadernos primeros -decenio de los sesenta-, que contienen valientes reflexiones sobre la condición de la mujer y duras críticas al feminismo ad usum, realizadas ambas desde una posición tan ajena y distante de las blandas retóricas lacrimosas como de los confusos y broncos gritos bélicos. Vale la pena leer con mucha calma estas páginas y que las mujeres las piensen bien; valga decir, se piensen a sí y en sí mismas. Que las lean como a CMG le gustaría : "no con el afán exclusivo de colgarme un letrero determinado a mí que las digo, sino atendiendo a las sugerencias que de ellas deriven o a las torpezas y contradicciones que nublen su total comprensión...". Y, sobre todo, hacerlo considerando que emplea para las mujeres el mismo rasero con el que la autora se mide y se mira a sí misma, con amor y severidad. Apasionante es "el cuento" de su pugna por salir de "mi narración egocéntrica negativa, la de la edad, la de lo mal que haya podido portarse la vida conmigo, la narración de víctima en una palabra", para poder gozar de la vida como espectáculo, como "fuente de bien": para transformar una narración Tánatos en una narración Eros. La más extraordinaria lección (quizás involuntaria) de cuantas encierran estos Cuadernos de todo. La del puro ¡y raro! vivir.

(P.S. Para la anónima huidiza, sus amigos y compañeros y demás… Fraternalmente)
Me voy a Madrid y a Alcalá de Henares. Silencio.

miércoles, 15 de abril de 2009

BARCELONA REBELDE

En las clases previas a las santas vacaciones, con un grupo de alumnos leimos Luces de bohemia, de Valle-Inclán, y les comenté el impacto que allá por 1973 le supuso a la entonces adolescente ver escenificada la obra en un teatro del muy barcelonés Paralelo (no me pidan más datos, porfa), especialmente la Escena Sexta, cuando Max Estrella ("Yo soy el dolor de un mal sueño", ¿recuerdan?) coincide en un calabozo con Mateo, un anarquista catalán, al que enseguida aplicarán la ley de fugas y... pim-pam-pum.


(Y así, con esa historia detrás, no es de extrañar que durante "el largo verano de la anarquía" -espléndido libro de Hans Magnus Erzensberguer: publicado primero en Grijalbo, y más recientemente en Anagrama-, es decir, el de 1936, en la Plaza Universidad se instalase un "Pim-Pam-Pum Antifeixiste").

Pero volvamos a Valle-Inclán y a su estremecedor diálogo, cuando Max Estrella dice:
"¡Paria!... Solamente los obreros catalanes aguijan su rebeldía con ese denigrante epíteto. Paria, en bocas como la tuya, es una espuela. Pronto llegará vuestra hora".
Y luego le pregunta si es anarquista, a lo que Mateo responde. "Soy lo que me han hecho las Leyes".
Luego viene lo de "un mal sueño", y poco después:
"En España, el trabajo y la inteligencia siempre se han visto menospreciados. Aquí todo lo manda el dinero".




Recordé todo esto al volver de Asturias y preocuparme por las clases. ¿Dónde estábamos?
La lectura de un hermoso libro de Guillem Martínez, Barcelona rebelde (Debate, 2009), me está reconciliando con el obligado retorno.
Con la irreverencia, el desparpajo, la frescura, la amenidad y hasta la jerga que caracteriza la escritura de Guillem Martínez (lo que no está reñido con el rigor ni la solvencia, entiéndase bien), en Barcelona rebelde el autor nos pasea por los numerosos levantamientos (con sus correspondientes aplastamientos, pues nada más lejos del maniqueísmo tosco y hasta ordinario) protagonizados por la ciudad nada más ser bautizada, examinando cada uno de los chocantes giros que imprime al transcurso de la historia. Y lo hace siempre tensando aquellos hilos que miran al futuro; o, si se prefiere, escarbando lo que en el pasado anuncia el porvenir. Por ejemplo, me encantó averiguar que el primer charnego fue Ataúlfo y que su esposa Gala Placidia (que sólo en nuestra ciudad tiene un plaza) "pasó a ser una suerte de Ingrid Betancourt visigótica".



La entrada dedicada a hablar de la llegada de Don Quijote a nuestra ciudad es deliciosa (y no es fácil afirmar esto después de los pasados festejos del insulso bicentenario), y su encuentro con Roque Guinart... (Y eso que el episodio se lo oí contar muchas veces a Martí de Riquer, con gran regocijo... de todos).



Bueno, bueno, y lograr averiguar por fin quién era el incógnito Marcús (sólo conocíamos al otro, ya saben), por delante de cuya capillita pasábamos cuando íbamos a cenar a un restaurantito que se llamaba "España" ...




En los tramos que cubren el último tercio del XIX y primeros del XX... la crónica de Barcelona rebelde es lujuriosa. Por no meternos en el laberinto de la Guerra Civil. Pero lo más detacable es la tensión del tiempo: Llegar hasta las míticas Jornadas Libertarias de 1977 celebradas en el Parc Güell, con la desinteresada presencia de autores entonces jóvenes y hoy muy ilustres (que GM no menciona, porque no se trata sólo del grupo de la revista "Diwan")... nos ayuda a aliviar el amargo recuerdo de lo sucedido en el bar Funicular (Puig Antich) y a maldecir por otros asuntos.

Recordé mi alegría de 1977, en el Parque Güell, durante las Jornadas Libertarias (que requieren una biografía, pero heterodoxa, eso sí), porque no pueden imaginarse cuántos de los que hoy son, entonces fueron allí.

¡Ay, juventud!


lunes, 13 de abril de 2009

ASTURIAS

Hay palabras que parecen estar amarradas a un paisaje. Son nombres comunes, en principio no privativos de nada ni de nadie, y sin embargo retornan sólo ante la evocación de los lugares propios. Palabras como braña, cantiles, atalaya, yodo, hoces, cetáreas, tejo, pastizal, carbayo, fresno, acebo, brezo, hulla, guadaña, garabullo, currucas, gaviotas, mirlos, chigre, mirador, casona, hortensias, hórreo, lagar, rúa, desfiladero, xanas… Palabras prendidas a imágenes: fijas, unas; uncidas a los vaivenes del tiempo, otras. Palabras preñadas de olores y sabores y sonidos y tacto, y palabras que también tienen su color, pues siempre hay uno que predomina sobre los demás. Palabras que a veces retornan enlazadas las unas con las otras: guindas enredadas en sus pedúnculos o algas arrastradas hasta la orilla del mar, aunque otras veces nos llegan sueltas, como el ganado esparcido por praderías y valles o las aves que sobrevuelan las cumbres y revolotean entre los acantilados.


Ya se ha dicho que hay muchas Asturias y quizá por eso, independientemente de cuál sea la dirección de nuestro recorrido –de oeste a este, o al revés; de norte a sur, o al contrario-, siempre nos queda la impresión de haberla atravesado a rachas, en oleadas o capas que se ocultan y a la vez se entreveran, que se suplantan y al mismo tiempo se suceden y prolongan.
Vuelvo a Asturias desde otro lugar, pero nunca la siento tanto como cuando me marcho de ella o la abandono para regresar aquí. Y no por melancolías (que también), sino porque durante muchos años el viaje a Asturias lo hice desde su extremo occidental, siguiendo el camino de la costa. Luarca era parada obligada, como si a partir de ahí empezara en realidad el viaje. Atrás quedaba una suave línea recta y después la carretera iba serpenteando el litoral por cuestas y pendientes muy pronunciadas. La propia villa luarquense tiene esa configuración abrupta y a ratos recóndita, colgada como está sobre una verde ladera salpicada de casas que se van escalonando hasta casi el borde del mar. Deambular por Luarca propicia ensoñaciones como la pesca de la ballena en las costas astures, recordada en la cerámica de la plazuela de la Mesa. (¿Será por ese rastro atávico por lo que no me canso de Melvilla?) Y nos descubre puntos no menos inquietantes y evocadores, como la Fuente del Brujo o el Puente del Beso. Y una atalaya, el ojo vigilante tan presente siempre en las inmediaciones de los pueblos costeros de Asturias. En Luarca, además, toda la vida –la de la tierra y la del mar- se divisa desde el cementerio –nada fúnebre, de tan blanco, y con bellas esculturas-, situado en la parte alta y extrema de la villa, junto a la Ermita de la Virgen Blanca. Luarca es una anticipación -o un feliz remate- de los pueblos que irán sucediéndose a lo largo de este trozo de la costa astur, pueblos de un pintoresquismo de difícil calificación –pasarán por Cadavedo, con la placa oficial que certifica sus encantos-, con playas imborrables como la Concha de Artedo, la de Sanpedro o la del Silencio. Cada rincón cuaja de un modo distinto su singular belleza. Como debe ser.
En Cudillero es el bullicio de la rúa al atardecer mezclado a los olores del pescado fresco (las sardinas, predominantes) asándose en las parrillas y al del serrín regado por los culines de sidra en los chigres o vertidos directamente sobre los adoquines del muelle.
Más arriba está el sosiego de El Pito, con el impresionante Palacio de los Selgas y las sorpresas pictóricas que éste alberga en su interior.


Muros del Nalón –refugio de pintores románticos en el XIX- y San Esteban de Pravia –no olviden este pueblín a orillas de la ría, testimonio del esplendor de los tiempos del transporte fluvial y donde también viví algunos veranos adolescentes- y San Juan de la Arena –famosa por sus angulas, y no tanto porque el gran Rubén Darío la frecuentase algún estío, ¡ay!- conforman un núcleo muy peculiar, con el alto paseo de los Miradores, una ruta recientemente domesticada –urbanizada- desde la que se avistan los ásperos acantilados y las recatadas playas de abajo.
Después vendrá el cabo de Peñas, otro hito de violencia marina -o de orgullo-, con sus cantiles tallados contra el azul o el gris del mar, según la hora. Luanco y Candás son otras villas de sosiego para el paseante y deleite para el gastrónomo –destacando el pixín, el rape-. Hay en ellas, respectivamente, un Museo Marítimo con bellas maquetas navieras y una ermita con un Cristo milagrero repleta de exvotos que, de niña, me fascinaban-atormentaban.


Ermitas y enigmáticas iglesias prerrománicas –la de Sta. Cristina, en las inmediaciones de Pola de Lena- y exhuberantes casonas de indianos, con llamativas palmeras y otros caprichos, y palacios del XVII y del XVIII, y colegiatas y monasterios y hospitales para peregrinos –en la ruta astur del Camino de Santiago, que discurre junto al mar, como en Soto de Luiña, o se repliega hacia el interior, como en Salas, con su riqueza arquitectónica -más los deliciosos “carajitos del profesor”, hechos de avellanas- y cuevas prehistóricas –la de la Peña, cercana a Grado-, y entrañables casas de arquitectura popular, siempre impredecibles en sus formas pero en las que nunca faltan las galerías y los corredores de madera encristalados… Todo eso salpica la franja intermedia de esta Asturias central, de vegas fértiles y huertas regadas por el Narcea y el Nalón (un río salmonero, recientemente saneado) en la que se anticipa -o hasta donde alcanza, si es que venimos desde el sur- la Asturias negra y mineral: la de la hulla y el carbón y detrás –o antes- la de la montaña.
Hay en ella hoces y desfiladeros, como el de las xanas, esas amables criaturas de nuestra mitología, pequeñas, casi transparentes de tan blancas, bellas ninfas de los ríos y las fuentes, que también habitan en las cuevas y los bosques, donde los avellanos y el carbayo (roble) y los fresnos. Y numerosas sendas, como la del Oso, trazada sobre un antiguo camino de hierro, entre Tuñón y Entrago, y ruta ecológico-etnográfica. Por aquí aún se ven algunas brañas, aquellas humildes casas con techo de paja que fueron morada invernal de los vaqueiros. Y corros, viejas cabañas circulares de pastoreo, por los alrededores de Teverga. Y cordales, en el antiguo Camín Real de la Mesta, que comunicaba Asturias y León siguiendo el trazado de una primitiva calzada romana que pasa por el Puerto de San Lorenzo.
Sí, vale la pena zigzaguear y descubrir los paraísos posibles.

Y algún día hablaré del que es más mío, un trocito casi perdido, por donde anduvieron, en el 32 y el 34, con las Misiones Pedagógicas, Lorca y Cernuda. ¡Nada menos!

jueves, 2 de abril de 2009

VENECIA; EL AGUA

Desde niña, el agua es uno de mis elementos (y por favor, absténganse de comentarios freudianos porque todo es maravillosamente simple y nada tiene que ver con líquidos amnióticos intrauterinos ni otros jugos). Nací en Asturias, en un pueblín al que cortaban nada menos que tres ríos: el Eo, el Suarón y el Monjardín (a éste lo habrá bautizado, sin duda, algún afrancesado de los que corrían por allí en las muchas y nobles villas del concejo en el XVIII). Y a pocos metros, la ría. Y enseguida el mar, además de las fuentes y la lluvia y la escarcha (que no rocío) y el hielo de los charcos que gozosamente rompíamos con las madreñas al ir a la escuela en invierno.
Por eso, cuando leo libros de viaje, presto especial atención a este elemento, tal y como aparece, por ejemplo, en el espléndido libro de Lévi-Strauss “Tristes trópicos” (afortunadamente reeditado hace poco en Galaxia Gutemberg porque era inencontrable). Cuando el antropólogo remonta las aguas de un río risueño –afluente del Machado-, cuyo curso es ignorado por los mapas, pero cuyos menores detalles le recordaban relatos que apreciaba mucho, porque iban en piraguas que exigían paciencia frente a cada accidente del lecho del río, que les obligaba a descargar provisiones y materiales y transportarlos, junto con las piraguas, por la orilla rocosa, para recomenzar la operación pocos cientos de metros más adelante.




"La partida nada tiene de inédito. Dejamos que los remeros cumplan los ritmos prescritos: primero una serie de golpecitos: pluf, pluf, pluf…; después la puesta en marcha, donde, entre los golpes de remo, se intercalan dos choques secos sobre el borde de la piragua: tra-pluf, tra; tra-pluf, tra…; en fin, el ritmo de viaje en el cual el remo sólo se hunde una vez de cada dos, retenido la vez siguiente por un simple acariciar de la superficie, pero siempre acompañado de un choque y separado del siguiente movimiento por otro choque: tra-pluf, tra, sh, tra; tra-pluf, tra, sh, tra… Así, los remos muestran alternativamente la cara azul y la cara anaranjada de su paleta, tan ligeros sobre el agua como el reflejo, al cual parecen reducirse, de los grandes vuelos de guacamayos que atraviesan el río, haciendo destellar todos juntos, a cada voltereta, su vientre de oro o su lomo azul."

Cuando viajan de ese modo, aunque empleen otros medios –canoas, juncos o góndolas-, difícilmente pueden silenciar los modernos Ulises la fascinación que les producen los remeros. (Cosa que también entendía muy bien de niña, porque en Castropol se celebran regatas de bateles y encima… cuando mi padrino era el timonel, alguna vez ganaban la competicón, con lo cual a mí me dejaban mojar los labios en la copa de los campeones, llena de sidra).



Tras abandonar el cange en el que había realizado su travesía por el Nilo, en su Viaje a Oriente, Cátedra), Flaubert anota: “Enorme nostalgia del viaje y del ruido de los remos cadenciosamente en el agua. ¡Pobre canga! Sí, pobre canga, ¿dónde estás ahora? ¿Quién anda sobre tus tablones?”. Ahora bien, tal vez ninguno como André Gide (Viaje al Congo, Península) –y por las razones que todos conocemos- cantó con tanto entusiasmo el lirismo de los remeros de un zagual: “Cada vez que se hunde en el agua, el palo del zagual se apoya en el muslo desnudo. ¡Qué belleza salvaje la de este canto tristón, la alegría de los músculos, el entusiasmo frenético! La chalupa se encabrita, se levanta hasta la mitad fuera del agua en tres ocasiones; y cuando vuelve a caer, nos cae encima un enorme fardo de agua, que el sol y el viento secan enseguida”.


Ni tal vez ningún otro tipo de embarcación hizo destilar de las plumas de los viajeros los ríos de tinta que hicieron verter las góndolas venecianas. Porque si al futurista Marinetti le parecían columpios para cretinos, antes y después de él, las impresiones fueron muy otras. Un caso curioso nos lo ofrece Mark Twain (Un yanqui por Europa camino de Tierra Santa, Laertes, 1993) que llega a Venecia al anochecer y al embarcar en “el féretro” siente que toda la leyenda de la ciudad era puro fiasco; y las góndolas, cajas mortuorias:

"¿Y aquello era la famosa góndola veneciana? ¿La embarcación en la cual principescos caballeros de antaño recorrían los canales a la luz de la luna y bebían la elocuencia del amor en los dulces ojos de las beldades patricias, mientras el alegre gondolero vestido de seda rasgueaba la guitarra y cantaba como sólo los gondoleros saben cantar? ¿Aquélla la noble góndola y su suntuoso gondolero? Una negra y basta barca con un negro ataúd en el centro y un bribón descalzo, en mangas de camisa, con muchas partes de su atavío al descubierto que hubieran debido permaneces ocultas a la curiosidad del público."

Al cabo de unos minutos, ya deslizándose con elegancia por las aguas del canal “y bajo la suave luna”, se le revela la Venecia de la poesía y de la tradición, y entonces la góndola, en su deslizante movimiento, le parecerá tan libre y graciosa como una serpiente: “Tiene diez metros de largo, es estrecha y profunda, a la manera de las canoas. Sus afiladas proa y popa se levantan mucho del agua, cual los cuernos de una media luna, con la búsqueda de la curva ligeramente modificada. La proa aparece adornada con una especie de peine de acero y un hacha amenazando partir en dos los botes que se le crucen, pero sin hacerlo jamás”. Y, más que los decorados palacios ante los cuales desfilan, lo que ocupa su atención es la maravillosa habilidad del gondolero, su pose majestuosa, su agilidad y flexibilidad, la elegancia de sus movimientos…, todo en él le fascina: “Cuando su erguida figura se recorta sobre la alta popa, contra el cielo de la tarde, constituye una escena completamente nueva para los ojos de un extranjero”. Y pasear en góndola, sobre todo cuando se desliza por entre las oscuras callejas de los suburbios y la embarcación adquiere la solemnidad adecuada al silencio, le parece a Mark Twain el más suave y agradable modo de viajar que haya conocido. Desde entonces, ya sólo le chocará ver la función diurna y prosaica que desempeñan en la vida cotidiana de la ciudad.
Muy similares son las impresiones de Miguel Delibes (Europa, parada y fonda, Destino), que no puede reprimir un estremecimiento ante el aire siniestro y lúgubre de las góndolas, ante su perfil definitivamente mortuorio: “Uno trata de resistir a esta primera impresión, intenta familiarizarse con el vehículo, pero es en vano el empeño”, escribe. Y al abandonar la ciudad, la góndola todavía sigue pareciéndole “un estilizado, anacrónico y flotante ataúd de tercera”. No se le oculta que es el medio de transporte que mejor rima con la fisonomía de Venecia, pero ello no impide que lo vea con una suerte de recelo macabro: “Las góndolas, sin excepción, están pintadas de negro, sus asientos van festoneados de flecos negros y por todo ornato, en las bandas de babor y estribor, se recortan unos dorados caballitos de mar”. Sabemos por qué fue –y sigue siendo- así. Nos lo había contado Mark Twain:


"Está pintada de negro porque en el cénit de la magnificencia veneciana, las góndolas eran tan suntuosas que el Senado decretó la cesación de aquel despliegue de riquezas, sustituyéndolo por una capa negra, solemne e igualitaria. Si se supiera la verdad, se vería que esto ocurrió porque algunos plebeyos enriquecidos hacían más ostentación de lujo que los patricios, al pasear por el Gran Canal, haciéndose merecedores de severa reprimenda. La reverencia por el pasado y sus lúgubres tradiciones mantiene en vigor la orden, a pesar de no haber quién la haga cumplir. Que siga así, pues. Es el color del luto. El luto por Venecia."

Y, al igual que lo hacía el escritor americano, también Delibes muestra su extrañeza al ver cómo las góndolas se emplean en los más prosaicos menesteres: los niños van en ellas a la escuela, los tenderos abastecen sus comercios transportando sus mercancías en ellas, y también los muertos son trasladados en ellas al cementerio de la isla de San Michele: “La góndola con el muerto y el acompañamiento de diversas embarcaciones detrás componen una estampa impresionante, un cuadro patético, de un extraño realismo, apacible y sobrecogedor”.
Podría seguir refiriendo otras impresiones sobre las góndolas, dada la ingente literatura generada por Venecia y sus aguas, pero lo que me interesa, ante todo, es mostrar la convergencia o el contraste entre visiones a menudo muy distanciadas en el espacio y en el tiempo. Además, siempre es obligado seleccionar y jerarquizar. Y si hay dos viajeros sobresalientes que han relatado sendas travesías nocturnas por aquel paisaje de piedra y agua, cifrando sus marcas, ellos son W. G. Sebald y Joseph Brodsky.
A Sebald (Debate), la contemplación distanciada de aquel paisaje le trajo una primera imagen: “Emergían de la niebla envueltas en un murmullo, rearaban el caudal verde gelatinoso y volvían a desaparecer en los vapores blancos del aire. Enhiestos e inmóviles, los timoneles se erguían en la popa. Con la mano en el timón, miraban fijamente hacia delante, cada uno de ellos alegoría de la disposición a la verdad”. Luego, ya él mismo embarcado en una de las lanchas, pasando por la Ferrovia y Tronchetto hasta salir a mar abierto, escribe: “La barca se alzaba y se hundía al ritmo de las olas, y me pareció que había pasado mucho tiempo. Ante nosotros, extinguiéndose, se hallaba el esplendor de nuestro mundo, de cuya contemplación, como en una ciudad celestial, no podemos saciarnos”.
Brodsky (Marcas de agua, Siruela) va con otros cuatro amigos, entre ellos el dueño de la góndola y su novia, que se encargaban de remar. “Nos deslizábamos lentamente, zigzagueando como una anguila, a través de la ciudad silenciosa que pendía sobre nuestras cabezas, cavernosa y vacía, a un enorme arrecife de coral, casi siempre rectangular, o a una sucesión de grutas deshabitadas”. Se dirigían hacia San Michele, la isla de los muertos. Ya en la laguna abierta, el lento movimiento de la góndola era totalmente silencioso. Y el poeta percibe “algo claramente erótico en el paso silencioso y sin rastro de su leve cuerpo sobre el agua, muy parecido a la forma en que la palma de tu mano desciende por la piel de la amada. Erótico, porque no tenía consecuencias, porque la piel era infinita y se mantenía casi inmóvil, porque la caricia era abstracta”. Luego, ante el recuerdo de la góndola impulsada por un hombre y una mujer, añade: “no era un erotismo de géneros, sino de elementos, una perfecta conjunción de superficies igualmente lacadas. La sensación era neutral, casi incestuosa, como si asistieras a las caricias que un hermano prodigaba a su hermana, o viceversa”. Entonces, cuando el viajero ya sabe lo que el agua siente al ser acariciada por el agua, el lento avance de la embarcación a través de la noche le parece “como el paso de un pensamiento coherente a través del subconsciente”.


(P.S. “Para María”)

miércoles, 1 de abril de 2009

ANTONIO MACHADO

Llevo unos días releyendo a don Antonio Machado (más la prosa que la poesía, porque muchos poemas casi me los sé de memoria), para mis clases de siglo XX, y encontré un artículo de 1917 dedicado a Martín Domínguez Berrueta, del que entresaco estas simpáticas líneas:

"Berrueta recorre con sus alumnos los pueblos de España; más que en las aulas tiene su cátedra en el tren, en los coches de postas, camino de las viejas urbes, donde él con los suyos busca una viva emoción del arte patrio y a donde lleva su palabra, su ciencia y la noble curiosidad de sus alumnos. Todas las primaveras, coincidiendo con las cigüeñas y la vuelta de las golondrinas, hemos visto aparecer por esta vieja ciudad de Baeza, a Berrueta con su alegre grupo de universitarios granadinos. Van a Córdoba o vienen de Toledo, se proponen llegar a Santiago pasando por Zaragoza y León, tal vez deriven hacia Levante, acaso los esperan en Salamanca o en Burgos. Berrueta es un viajero infatigable y un constante organizador de trabajos."
(Poesía y Prosa III, Espasa-Calpe, 1989, p.1595)







Pensaba dejar esta entrada así, a modo de apostilla a la que titulé "La reina loca".
Pero al ver cómo estos días los medios se dedican a recordar el fin de la guerra civil española, busqué varias cartas de don Antonio Machado en torno a la Gran Guerra (la de 1914). Son insuperables esos coloquios con Unamuno y Ortega y Gasset. Y al merodear por esas páginas, volví a un perturbador párrafo, que cuando lo leí por vez primera me llevó a anotar, en el margen del libro, "qué fuerte". Pertenece a una carta a Ortega (18-V-1914), agradeciéndole el envío de Vieja y nueva política:

"¿Cabe absolver un presente inicuo so pretexto de que el pasado lo determina rigurosamente? Lo que en nosotros condena o absuelve bien pudiera ser una íntima e inmediata realidad, fuera del tiempo y, en cierto modo, independiente de la comprensión de cuanto haya en las cosas de comprensible. Barrer de la arena pública a una pandilla de políticos ineptos e inmorales será siempre una obra santa, que debe aconsejarse al pueblo. Que estos políticos no pueden ser sino lo que son, cosa es que comprendemos mejor que los soi-disant comprensivos, los que desearíamos ver fusilados por la espalda a los contratantes de la ruina nacional. ¿Que esto es hablar de revolución? ¿Y qué? La revolución pudiera ser consecuencia de nuestra actitud, la más insignificante y la que menos debe inquietarnos. Y desde otro punto de vista, V. comprende -y bien lo veo en el espíritu de su folleto- que si nosotros no somos también ecos, sombras y fantasmas, seremos necesariamente revolucionarios, porque toda realidad es revolucionaria en un mundo de ficciones".







Antonio Machado murió en Colliure, el 22 de febrero de 1939, según nos han recordado recientemente (abusando de la falacia patética, por cierto) en el obligado aniversario. Yo prefiero hacerlo ahora. Y sobreponer a la imagen del anciano derrotado, la palabra del hombre rebelde.